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Hemingway se estremeció y Goethe le cogió del brazo:

—¡Tranquilícese, Ernest! Tranquilícese, amigo. Yo le comprendo. Lo que usted relata me recuerda un sueño mío. Fue mi último sueño, después ya no tuve otros o fueron confusos y no fui capaz de diferenciarlos de la realidad. Imagínese la pequeña sala de un teatro de marionetas. Estoy en el escenario, muevo las marionetas y yo mismo recito el texto. Se representa Fausto. Mi Fausto. ¿Sabe usted que como más hermoso queda el Fausto es como teatro de marionetas? El Fausto original había sido pensado para marionetas y así es como queda mejor. Por eso estaba tan feliz de que no hubiera actores, era yo mismo quien recitaba los versos, que sonaban ese día más hermosos que nunca. Y de pronto miro la sala y compruebo que está vacía. Eso me deja confundido. ¿Dónde están los espectadores? ¿Es tan aburrido mi Fausto que todos se han ido a casa? ¿Ni siquiera merecía yo que me abuchearan? Sin saber qué hacer miré hacia atrás y me quedé paralizado: había supuesto que estarían en la sala y en cambio estaban entre bambalinas y me miraban con ojos grandes y curiosos. Cuando mi mirada se cruzó con las de ellos empezaron a aplaudir. ¡Y yo comprendí que mi Fausto no les interesaba en lo más mínimo y que el teatro que querían ver no era el de las marionetas que yo guiaba por la escena, sino yo mismo! ¡No era Fausto, sino Goethe! Y entonces se apoderó de mí un horror similar a ese del que habló usted hace un momento. Sentí que querían que dijese algo, pero no podía. Se me cerraba la garganta, dejé las marionetas en el suelo, de modo que quedaron en el escenario iluminado al que nadie miraba. Traté de mantener una serenidad digna, fui en silencio hasta el perchero, en el que colgaba mi sombrero, me lo puse en la cabeza y sin mirar a todos esos curiosos salí del teatro y me fui a casa. Traté de no mirar ni a la derecha ni a la izquierda y sobre todo de no mirar hacia atrás, porque sabía que me seguían. Abrí la casa y cerré rápidamente la pesada puerta detrás de mí. Encontré la lámpara de queroseno y la encendí. La cogí con mano temblorosa y fui hasta mi despacho para olvidar en compañía de mi colección de minerales aquel desagradable acontecimiento. Pero antes de que alcanzara a poner la lámpara sobre la mesa, mi mirada se dirigió hacia la ventana. Allí estaban amontonadas sus caras. Entonces comprendí que nunca me libraría de ellos, ya nunca, nunca más. Me di cuenta de que la lámpara iluminaba mi cara, lo noté al ver los grandes ojos con los que me examinaban. La apagué y al mismo tiempo supe que no debía haberla apagado; ahora sabían que me escondo de ellos, que me dan miedo y serán aún más salvajes. Pero aquel miedo era más fuerte que mi razón y yo huí a mi habitación y saqué de la cama la colcha y me la eché por encima de la cabeza y me quedé de pie en un rincón, apoyado contra la pared.