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Hoy quizá podemos ya decirlo desde la distancia que nos brinda el fin de nuestro siglo: Goethe es una figura situada exactamente en medio de la historia europea. Goethe: el gran centro. No el centro, punto temeroso que evita cuidadosamente los extremos, no, el centro fijo, que mantiene ambos extremos en un asombroso equilibrio que nunca más conocerá ya Europa. Goethe estudia alquimia cuando es joven y más tarde es uno de los primeros científicos modernos. Goethe es el mayor de todos los alemanes y al mismo tiempo un antipatriota y un europeo. Goethe es un cosmopolita y al mismo tiempo en toda su vida casi no se mueve de su provincia, de su pequeño Weimar. Goethe es un hombre de naturaleza pero también un hombre de historia. En el amor es a la vez libertino y romántico. Y algo más:

Recordemos a Agnes en el ascensor que temblaba como si tuviera el baile de san Vito. Aunque experta en cibernética, era incapaz de imaginar lo que sucedía en la cabeza técnica de aquella máquina, que era para ella igual de extraña e impenetrable que el mecanismo de todos los objetos con los que a diario entraba en contacto, desde el pequeño ordenador situado junto al televisor hasta el lavavajillas.

Goethe en cambio vivió en el breve período de la historia cuyo nivel técnico ya daba a la vida cierta comodidad pero en el que un hombre culto podía aún entender todos los instrumentos que utilizaba. Goethe sabía de qué y cómo estaba hecha la casa en la que vivía, sabía por qué alumbraba la lámpara de queroseno, conocía el principio del catalejo con el que contemplaba Mercurio junto con Bettina, no era capaz de operar él mismo, pero había participado en varias operaciones y cuando estaba enfermo podía entenderse con el médico con el vocabulario de un conocedor. El mundo de los objetos técnicos era para él comprensible y estaba del todo claro. Ese fue el gran instante de Goethe en medio de la historia de Europa, un instante que deja una cicatriz de nostalgia en el corazón de alguien aprisionado en un ascensor que tiembla y baila.

La obra de Beethoven comienza allí donde termina el gran momento de Goethe. El mundo empieza a perder gradualmente su transparencia, se oscurece, se hace cada vez más incomprensible, se precipita hacia lo desconocido, mientras el hombre, traicionado por el mundo, huye hacia su interior, hacia su nostalgia, hacia sus sueños, hacia su rebelión y se deja ensordecer por la voz de su dolorido interior hasta el punto de dejar de oír las voces que le interpelan desde fuera. Aquel grito interior era para Goethe un insoportable barullo. Goethe odiaba el ruido. Eso es sabido. No soportaba ni siquiera el ladrido de un perro en un jardín lejano. Se dice que no le gustaba la música. Es un error. Lo que no le gustaba eran las orquestas. Le gustaba Bach, porque aún entendía la música como una combinación transparente de voces independientes, cada una de las cuales puede ser reconocida. Pero en las sinfonías de Beethoven las distintas voces de los instrumentos se diluían en una amalgama sonora de gritos y quejidos. Goethe no soportaba el vocerío de la orquesta, del mismo modo en que no soportaba el llanto ruidoso del alma. La joven generación de los compañeros de Bettina veía que el divino Goethe los miraba con disgusto y se tapaba los oídos. Eso no se lo podían perdonar y lo atacaban como enemigo del alma, de la rebelión y de los sentimientos.

Bettina era hermana del poeta Brentano, esposa del poeta Arnim y adoraba a Beethoven. Formaba parte de la generación de los románticos y sin embargo era amiga de Goethe. Era una situación de la que no gozaba nadie más: era como una reina que impera en dos reinos.

Su libro fue un grandioso homenaje a Goethe. Todas sus cartas no eran más que un único canto de amor a él. Sí, pero como todos conocían el episodio de las gafas que la señora Goethe le había tirado al suelo y sabían que Goethe había traicionado entonces miserablemente a la niña enamorada dando prioridad a la morcilla rabiosa, el libro era al mismo tiempo (y mucho más) una lección de amor infligida al poeta muerto quien, enfrentado a un gran sentimiento, se había comportado como un cobarde pazguato y había sacrificado la pasión a la miserable paz del matrimonio. El libro de Bettina era al mismo tiempo un homenaje y una bofetada.