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Recordemos: llegó por primera vez junto a él con apariencia de niña. Veinticinco años después, en marzo de 1832, cuando se enteró de que Goethe había enfermado gravemente, le envió de inmediato a su propio niño: a su hijo Sigmund, que tenía dieciocho años. El tímido muchacho permaneció seis días en Weimar, de acuerdo con las instrucciones de su madre, sin tener la menor idea de lo que estaba en juego. Pero Goethe lo entendió: le había mandado a su embajador para comunicarle con su mera presencia que la muerte esperaba impaciente ante su puerta y que Bettina se hacía cargo a partir de entonces de la inmortalidad de Goethe.

Después, la muerte cruzó la puerta, tras una semana de resistencia, el 26 de marzo. Goethe muere y unos días más tarde Bettina le escribe al albacea testamentario, el canciller Mullen «La muerte de Goethe me causó sin duda una impresión imborrable pero no una impresión de tristeza. No puedo expresar con palabras la verdad exacta, pero creo que como mejor puedo acercarme a ella es diciendo que se trata de una impresión de gloria». Registremos cuidadosamente esta precisión de Bettina: no es tristeza, sino gloria.

Poco después le pide al mismo canciller Müller que le envíe todas las cartas que ella le había escrito a Goethe. Al releerlas se sintió decepcionada: toda la historia con Goethe parece un simple boceto, el boceto de una obra maestra, bien es verdad, pero sólo un boceto y muy imperfecto. Era necesario ponerse a trabajar. Durante tres años corrigió, reescribió, añadió. Si no estaba satisfecha con sus propias cartas, las de Goethe le satisfacían aún menos. Al leerlas nuevamente se sentía ofendida por lo breves, secas e impertinentes que a veces eran. Como si se hubiera tomado en serio su apariencia infantil, algunas estaban escritas como si le diera una amable y comprensiva lección a una alumna. Por eso tenía ahora que cambiarles el tono: allí donde la llamaba «querida amiga», lo cambiaba por «querido corazón mío», suavizaba sus reprimendas con halagadores añadidos y agregaba frases que le reconocían el poder de inspiradora y musa que Bettina ejercía sobre el fascinado poeta.

Más radicales aún fueron los cambios introducidos en sus propias cartas. No, el tono no lo cambiaba, el tono era correcto. Pero cambiaba por ejemplo las fechas (para que desaparecieran las largas pausas en su correspondencia, pues pondrían en cuestión la permanencia de sus pasiones), eliminaba muchos pasajes inconvenientes (por ejemplo aquellos en los que pedía a Goethe que no le enseñara a nadie sus cartas), añadía otros, dramatizaba las situaciones descritas, desarrollaba con mayor profundidad sus opiniones sobre la política, el arte y en particular sobre la música y Beethoven.

Terminó de escribir el libro en 1835 y lo publicó bajo el título Goethe’s Briefwechsel mit einem Kinde. Epistolario de Goethe con una niña. Nadie dudó de la veracidad de la correspondencia hasta 1929, cuando se descubrieron y se editaron las cartas originales.

Ay, ¿y por qué no las destruyó a tiempo?

Imagínense que están en su lugar: no es fácil quemar documentos íntimos que son importantes para uno; es como reconocer que uno ya no va a estar mucho tiempo aquí, que mañana morirá; y así se pospone el acto de la destrucción de un día para otro, y un buen día ya es tarde.

El hombre cuenta con la inmortalidad y olvida contar con la muerte.