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Dos años después, Bettina volvió a Weimar; casi a diario veía a Goethe (tenía ahora setenta y siete años) y al final de su estancia, cuando intentaba introducirse en la corte de Carlos Augusto, cometió alguno de sus encantadores atrevimientos. Y entonces ocurrió algo inesperado. Goethe explotó. «Ese moscón antipático (diese leidige Bremse)», escribía al príncipe, «que me dejó mi madre en herencia, me molesta considerablemente desde hace años. Ahora ha vuelto a un viejo juego que sentaba mejor a su juventud; habla de los ruiseñores y trina como un canario. Si vuestra alteza me lo ordena, le prohibiré que en el futuro continúe molestando. De lo contrario vuestra alteza nunca estará a cubierto de su impertinencia».

Seis años más tarde se presentó una vez más en Weimar, pero Goethe no la recibió. La comparación con un moscón antipático fue su última palabra al final de toda esta historia.

Es curioso. Al recibir de ella el boceto del monumento había decidido hacer las paces. Aunque era alérgico a su simple presencia habría tratado de hacer todo lo posible (aun al precio de que le oliera la boca a alcohol) por pasar una velada con ella «en buen entendimiento» hasta el final. ¿Cómo es que de pronto se dispone a que todo su esfuerzo se convierta en humo? Tanto preocuparse por no partir hacia la inmortalidad con la camisa arrugada, y de repente se atreve a escribir ese terrible «moscón antipático», que le echarán en cara dentro de cien, de trescientos años, cuando ya nadie lea Fausto ni Los sufrimientos del joven Werther.

Es menester comprender la esfera del reloj de la vida:

Hasta cierto momento la muerte es algo demasiado lejano para que nos ocupemos de ella. Es no vista e invisible. Es la primera, la etapa feliz de nuestra vida.

Pero luego de pronto empezamos a ver nuestra muerte ante nosotros y ya no podemos librarnos de pensar en ella. Está con nosotros. Y al igual que la inmortalidad se aferra a la muerte como Laurel a Hardy, podemos decir que está con nosotros también nuestra inmortalidad. Y en cuanto sabemos que está con nosotros empezamos a preocuparnos febrilmente de ella. Le encargamos un smoking, le compramos una corbata, temerosos de que el traje y la corbata los elijan otros y elijan mal. Ese es el momento en el que Goethe se decide a escribir sus memorias, su famoso Poesía y verdad, cuando manda llamar a su incondicional Eckermann (curiosa coincidencia de fechas: ocurre el mismo año de 1823, cuando Bettina le envía el boceto del monumento) y le permite escribir las Conversaciones con Goethe, ese hermoso retrato escrito bajo el amable control del retratado.

Después de esta segunda etapa de la vida, cuando el hombre es incapaz de apartar los ojos de su muerte, viene una tercera etapa, la más breve y más misteriosa, de la que se sabe y se habla poco. Las fuerzas se agotan y del hombre se apodera un cansancio que lo desarma. El cansancio: un callado puente que conduce desde la orilla de la vida a la orilla de la muerte. La muerte está tan cerca que mirarla se ha vuelto aburrido. Ha vuelto a ser invisible y a no ser vista: a no ser vista como no se ven los objetos demasiado conocidos. El hombre cansado mira desde la ventana, mira la copa de los árboles y pronuncia para sí sus nombres: castaño, álamo, arce. Y esos nombres son bellos como el ser mismo. El álamo es alto y se parece a un atleta que ha levantado un brazo hacia el cielo. O se parece a una llama que se elevó hacia lo alto y se quedó petrificada. Álamo, oh, álamo. La inmortalidad es una ilusión ridícula, una palabra vacía, un viento atrapado en una red de mariposas, si la comparamos con la belleza del álamo al que el hombre cansado mira desde la ventana. Al cansado anciano la inmortalidad ya no le interesa en absoluto.

¿Y qué hace el anciano cansado que mira el álamo si de pronto se presenta una mujer que quiere sentarse en la mesa, arrodillarse en el umbral y pronunciar frases sofisticadas? Con una sensación de indecible alegría y en un repentino incremento de vitalidad la llamará «moscón antipático».

Pienso en el momento en que Goethe escribió las palabras «moscón antipático». Pienso en la satisfacción que sintió al hacerlo e imagino que entonces de pronto comprendió: nunca en la vida había actuado como quería actuar. Se consideró administrador de su inmortalidad y esa responsabilidad lo había atado y hecho de él un hombre estirado. Tuvo miedo de todas las excentricidades, aunque le atrajeran fuertemente, y cuando se permitió alguna procuró amañarla posteriormente de modo que no se saliese de aquel sonriente equilibrio que alguna vez identificó con la belleza. Las palabras «moscón antipático» no concordaban ni con su obra, ni con su vida, ni con su inmortalidad. Esas palabras eran libertad pura. Sólo podía escribirlas alguien que estuviera ya en la tercera etapa de su vida, en la que el hombre deja de administrar su inmortalidad y no la considera relevante. No todos los hombres llegan hasta este límite extremo, pero quien llega sabe que por primera vez es allí y sólo allí donde hay verdadera libertad.

Estas ideas pasaron por la mente de Goethe pero en seguida las olvidó porque era viejo, estaba cansado y tenía ya mala memoria.