El día de las gafas rotas, el 13 de setiembre, Bettina lo vivió como una gran derrota. Al comienzo su reacción fue belicosa y contó por todo Weimar que la había mordido una morcilla rabiosa, pero pronto comprendió que el enojo de ella ponía en peligro otro encuentro con Goethe, lo cual convertiría su gran amor por el inmortal en un simple episodio destinado al olvido. Por eso obligó al bueno de Arnim a que escribiera a Goethe una carta para tratar de disculparla. Pero la carta quedó sin respuesta. La pareja abandonó Weimar y regresó en enero de 1812. Goethe no los recibió. En 1816 murió Christiane y poco después Bettina le envió a Goethe una larga carta llena de humildad. Goethe no reaccionó. En 1821, diez años después del último encuentro, llegó a Weimar y anunció su presencia en casa de Goethe, quien aquella tarde recibía y no podía impedir que entrase. Pero no intercambió con ella ni una palabra. En diciembre de ese mismo año, ella volvió a escribirle pero no recibió respuesta alguna.
En 1823 los ediles de Frankfurt decidieron levantar un monumento a Goethe y lo encargaron a un escultor llamado Rauch. Cuando ella vio el proyecto, no le gustó; comprendió inmediatamente que el destino le ofrecía una posibilidad que no podía dejar escapar. A pesar de que no sabía dibujar, se puso a trabajar aquella misma noche y trazó el boceto de su propio proyecto escultórico: Goethe, sentado en la postura de un héroe de la Antigüedad; en la mano, una lira; entre sus rodillas, de pie, una muchacha que representaba a Psique; sus cabellos parecían llamas. Envió el dibujo a Goethe y sucedió algo sorprendente: ¡en el ojo de Goethe apareció una lágrima! Y, al cabo de trece años (fue en julio de 1824, tenía setenta y cinco años y ella treinta y nueve), la recibió y, aunque se comportara de un modo un tanto estirado, le dio a entender que todo estaba perdonado y que la época del silencio despreciativo había pasado.
Me parece que en esta fase de la historia ambos protagonistas llegaron a una fría y clara comprensión de la situación: ambos sabían lo que querían y cada uno de ellos sabía que el otro lo sabía. Con su boceto del monumento Bettina dejó claro por primera vez sin equívocos lo que desde el comienzo estaba en juego: la inmortalidad. Bettina no pronunció la palabra, sólo la rozó en silencio, como cuando rozamos una cuerda y esta resuena después callada y prolongadamente. Goethe la oyó. Al comienzo sólo se sintió tontamente halagado, pero poco a poco (una vez que se secó la lágrima) comenzó a comprender el verdadero (y menos halagador) sentido del mensaje de Bettina: se le comunica que el viejo juego continúa; que no se ha rendido; que será ella quien le cosa la mortaja ceremonial en la que será enseñado a la posteridad; que nada se lo impedirá y menos que nada su terco silencio. Volvió a recordar lo que sabía desde hacía tiempo: Bettina es peligrosa y por eso es mejor mantenerla bajo una amable vigilancia.
Bettina sabía que Goethe sabía. Esto se deduce de su siguiente encuentro en otoño de ese mismo año; ella misma lo describe en una carta enviada a su sobrina: inmediatamente después de la bienvenida, escribe Bettina, Goethe «primero empezó a pelear, después me acarició con sus palabras para volver a reconciliarse conmigo».
¡Cómo podríamos no comprender la actitud de Goethe! Sintió con brutal urgencia hasta qué punto le era antipática y se enfadó consigo mismo por haber interrumpido aquellos maravillosos trece años de silencio. Empezó a discutir con ella como si quisiera echarle en cara de una vez todo lo que tenía contra ella. Pero inmediatamente se reprochó: ¿por qué es sincero?, ¿por qué le dice lo que piensa? Lo importante es la decisión que ha adoptado: neutralizarla; pacificarla; tenerla controlada.
Al menos seis veces a lo largo de la conversación, relata Bettina, fue Goethe con diversas excusas a la habitación contigua para beber vino a escondidas, pero ella se dio cuenta por su aliento. Finalmente ella le preguntó riendo por qué bebía a escondidas y él se ofendió.
Más interesante que el Goethe que sale a beber a escondidas me parece Bettina: no actuaba como ustedes o como yo, que observaríamos divertidos a Goethe y callaríamos discreta y respetuosamente. Decirle lo que otros jamás habrían expresado (¡siento en tu boca el olor del alcohol!, ¿por qué bebes?, ¿y por qué a escondidas?) era para ella un modo de arrancarle por la fuerza un poco de su intimidad, de estar con él en estrecho contacto. En la agresividad de su indiscreción, a la que siempre se atribuyó el derecho amparándose en su máscara de niña, vio de pronto Goethe a aquella Bettina a la que había decidido hacía ya trece años no volver a ver en la vida. Se levantó en silencio y tomó la lámpara, para dar a entender que la visita había terminado y que él acompañaría a la visitante por el oscuro pasillo hasta la puerta.
En aquel momento, continúa Bettina en su carta, para obstruirle la salida, ella se arrodilló en el umbral, frente a la habitación, y le dijo: «Quiero saber si soy capaz de detenerte y si eres un espíritu del bien o un espíritu del mal, como para Fausto las ratas; beso y bendigo el umbral que diariamente cruza el mayor de todos los hombres y el mayor de mis amigos».
¿Y qué hizo Goethe? Vuelvo a citar textualmente a Bettina. Dijo al parecer: «No te pisaré a ti ni a tu amor para poder salir; tu amor es para mí demasiado valioso; en lo que se refiere a tu espíritu, me escurriré alrededor de él» (en efecto, evitó cuidadosamente su cuerpo arrodillado) «porque eres demasiado astuta y es mejor estar a bien contigo».
La frase que Bettina pone en su boca resume, a mi entender, todo lo que durante ese encuentro Goethe decía para sus adentros: Sé, Bettina, que el boceto del monumento fue una estratagema genial. En mi lamentable senilidad me he dejado emocionar al ver mis cabellos convertidos en fuego (¡oh, mis pobres cabellos ralos!), pero inmediatamente comprendí que lo que querías enseñarme no era un dibujo, sino la pistola que tienes en la mano para poder disparar muy lejos, hasta alcanzar mi inmortalidad. No, no he sabido desarmarte. Por eso no quiero la guerra. Quiero la paz. Pero nada más que la paz. Te esquivaré cuidadosamente y no te tocaré, no te abrazaré, no te besaré. Por una parte no tengo ganas y por otra sé que todo lo que haga se convertirá en proyectil para tu pistola.