Cuando se separaron, quedó durante mucho tiempo en ellos la huella de aquel momento mágico. En la carta posterior al encuentro, Goethe la llama allerliebste, la más querida. Pero no por eso olvida lo que estaba en juego e inmediatamente en la carta siguiente le comunica que empieza a escribir Memorias de mi vida, Dichtung und Wahrheit, y que necesita su ayuda: su madre ya no vive y nadie más puede recordarle su juventud. Como Bettina había pasado mucho tiempo con ella, ¡que escriba lo que la anciana señora le había contado y que se lo envíe!
¿Acaso no sabía que la propia Bettina quería publicar un libro de recuerdos de la juventud de Goethe? ¿Que incluso había discutido el tema con un editor? ¡Por supuesto que lo sabía! Apuesto a que le pidió ese favor no porque de verdad lo necesitara, sino sólo para que ella no pudiera publicar nada sobre él. Debilitada por el encanto de su último encuentro y por el temor de que su boda con Arnim pudiera alejarla de Goethe, obedeció. Consiguió desactivarla como se desactiva una bomba de relojería.
Luego volvió en setiembre de 1811 a Weimar con su joven esposo, del que estaba embarazada. No hay nada más alegre que un encuentro con una mujer a la que temíamos y que está desarmada y ya no da miedo. Pero aunque estuviera embarazada, aunque estuviera casada, aunque no tuviera la posibilidad de escribir un libro sobre su juventud, Bettina no se sentía desarmada y no pensaba renunciar a la lucha. Entiendan bien: no a la lucha por el amor; a la lucha por la inmortalidad.
Que Goethe piense en la inmortalidad es algo que a la vista de su situación puede presuponerse. Pero ¿es posible que pensara en ella la desconocida joven Bettina a tan temprana edad? Por supuesto que sí. En la inmortalidad se piensa desde la infancia. Bettina formaba parte además de la generación de los románticos, que estaban deslumbrados por la muerte desde el día en que vieron por primera vez la luz del mundo. Novalis no llegó a los treinta años y sin embargo, aun tan joven, nada le inspiraba tanto como la muerte, la muerte bruja, la muerte transustanciada en el alcohol de la poesía. Todos vivían en la trascendencia, se superaban a sí mismos, estiraban los brazos a lo lejos, hacia el fin de sus vidas y mucho más allá de sus vidas, hacia las lejanías del no ser. Y como ya dije, donde está la muerte está también la inmortalidad, su compañera, y los románticos la tuteaban, con el mismo atrevimiento con que Bettina tuteaba a Goethe.
Los años que van desde 1807 a 1811 fueron los más hermosos de su vida. En 1810 visitó en Viena, sin anunciarse, a Beethoven. Conocía de pronto a los dos alemanes más inmortales, no sólo al hermoso poeta, sino también al feo compositor, y con ambos flirteaba. Aquella doble inmortalidad la embriagaba. Goethe ya era viejo (en aquella época un hombre de sesenta años era ya considerado un anciano), magníficamente maduro para la muerte, y Beethoven, aunque tenía sólo cuarenta años, estaba, sin sospecharlo, cinco años más cerca de la muerte que Goethe. Ella se alzaba por lo tanto entre ellos como un tierno ángel entre dos enormes sepulturas negras. Aquello era tan hermoso que no le importaba en absoluto la boca casi sin dientes de Goethe. Por el contrario, cuanto más viejo, más atractivo era, porque cuanto más cerca estaba de la muerte, más cerca estaba de la inmortalidad. Sólo un Goethe muerto sería capaz de cogerla firmemente de la mano y conducirla al Templo de la Fama. Cuanto más cerca estaba él de la muerte, menos dispuesta estaba a renunciar a él.
Por eso, en aquel fatal setiembre de 1811, aunque casada y embarazada, jugaba a ser una niña aún más que en cualquier otra ocasión anterior, hablaba en voz alta, se sentaba en el suelo, en la mesa, en la esquina de la cómoda, en la lámpara, trepaba a los árboles, iba a bailar, cantaba cuando todos los demás estaban sumergidos en una conversación seria, pronunciaba frases serias cuando los demás querían cantar y trataba de quedarse a toda costa a solas con Goethe. Pero eso lo consiguió sólo una vez en dos semanas enteras. Por lo que se cuenta, sucedió aproximadamente del siguiente modo:
Era de noche, estaban sentados junto a la ventana en la habitación de Goethe. Empezaron a hablar del alma y después de las estrellas. En ese momento Goethe miró hacia arriba por la ventana y le enseñó a Bettina una estrella muy grande. Pero Bettina era corta de vista y no veía nada. Goethe le dio un catalejo: «¡Tenemos suerte! ¡Es Mercurio! Este otoño se ve estupendamente». Pero Bettina quería hablar de las estrellas de los enamorados, no de las estrellas de los astrónomos, por eso, cuando miró por el catalejo, intencionadamente no vio nada y afirmó que aquel catalejo era demasiado débil para ella. Goethe fue pacientemente a buscar otro con cristales más gruesos. Volvió a obligarla a mirar y ella volvió a afirmar que no veía. Eso le dio a él motivo para empezar a hablar de Mercurio, de Marte, de los planetas, del sol, de la Vía Láctea. Habló durante mucho tiempo y cuando terminó ella se excusó y sola, por su propia voluntad, se fue a dormir. Unos días más tarde afirmó en la exposición que todos los cuadros expuestos eran imposibles y Christiane le tiró las gafas al suelo.