En 1810, durante los tres días en que por casualidad se encontraron los dos en Teplice, le confesó que pronto se casaría con el poeta Achim von Arnim. Se lo dijo probablemente con cierta prevención, porque no sabía si Goethe iba a considerar que su boda representaba una traición al amor que extasiada le declaraba. No era suficientemente buena conocedora de los hombres como para prever la silenciosa satisfacción que con ello le proporcionaba a Goethe.
En cuanto ella se va, escribe a Weimar una carta a Christiane y en ella una frase alegre: «Mit Arnim ist wohl gewiss». «Lo de Arnim es totalmente seguro». En la misma carta se alegra de que Bettina estuviera «realmente más guapa y simpática que otras veces» y nosotros intuimos por qué le había causado esa impresión: se sentía seguro de que la existencia de un marido lo protegería a partir de entonces de sus extravagancias, que hasta ahora le habían impedido valorar sus encantos a placer y en buen estado de ánimo.
Para comprender la situación no debemos olvidar algo importante: Goethe era desde su más tierna juventud un seductor; cuando conoció a Bettina lo era por lo tanto sin interrupción desde hacía cuarenta años; durante ese período se había ido creando en su alma un mecanismo de reacciones y gestos de seducción que se ponía en movimiento al menor estímulo. Hasta entonces había tenido que mantenerlo inmóvil ante Bettina, siempre con gran esfuerzo. Pero cuando comprendió que «lo de Arnim es seguro», pensó con alivio que su cautela ya no iba a ser necesaria.
Por la noche ella fue a su habitación y volvió a poner cara de niña. Le contó algo encantadoramente inconveniente y, mientras él permanecía en su sillón, se sentó frente a él en el suelo. Él estaba de buen humor («¡lo de Arnim es seguro!»), se agachó hacia ella y le acarició la mejilla como se la acariciaríamos a una niña. En ese momento la niña dejó de hablar y elevó hacia él unos ojos llenos de deseo femenino y exigencia. Él le cogió la mano y la levantó del suelo. No olvidemos la escena: estaba sentado, ella frente a él y en la ventana se ponía el sol. Ella lo miraba a los ojos, él la miraba a los ojos, la máquina de la seducción se había puesto en marcha y él no lo impedía. Con una voz un tanto más profunda que otras veces y sin dejar de mirarla a los ojos la invitó a que descubriera ante él sus pechos. Ella nada dijo, nada hizo; se ruborizó. Se levantó del sillón y él mismo le desabrochó el vestido a la altura del pecho. Seguía mirándola a los ojos y el color rojo del atardecer se mezclaba en su piel con el rubor que la bañaba desde el rostro hasta el estómago. Le puso la mano en el pecho: «¿Nunca te habían tocado el pecho?», le preguntó. «No», respondió Bettina. «Y es tan especial cuando me tocas», y siguió mirándolo a los ojos. Sin quitar la mano de su pecho la miraba también a los ojos y observaba prolongada y ansiosamente el pudor de una chica cuyo pecho aún nadie había tocado.
Así es aproximadamente como la propia Bettina registró esta escena, que con toda probabilidad no tuvo continuación alguna y quedó en medio de la historia de ambos, más retórica que erótica, como una única magnífica joya de excitación sexual.