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¿Cuántas veces se encontraron en la vida estos famosos amantes, Goethe y Bettina? Ella volvió a visitarlo ese mismo año de 1807 en otoño y se quedó en Weimar diez días. Después volvió a verlo al cabo de tres años: fue a pasar tres días al balneario checo de Teplice donde, sin que ella lo supiera, Goethe estaba tomando las beneficiosas aguas. Y un año más tarde se produjo la decisiva visita a Weimar, donde, al cabo de dos semanas de estancia, Christiane le tiró las gafas al suelo.

¿Y cuántas veces se quedaron de verdad a solas, cara a cara? Tres, cuatro veces, difícilmente más. Pero cuanto menos se veían, más se escribían o, para ser más precisos, más le escribía ella. Le escribió cincuenta y dos largas cartas en las que lo tuteaba y no le hablaba más que de amor. Pero además de la avalancha de palabras no sucedió entre ellos nada más y podemos ciertamente preguntarnos por qué su historia de amor se hizo tan famosa.

La respuesta es la siguiente: se hizo famosa porque desde el comienzo se trató de algo distinto al amor.

Goethe empezó a intuirlo pronto. La primera vez se sintió muy intranquilo cuando Bettina le confesó que mucho tiempo antes de su primera visita a Weimar se había hecho muy amiga de la anciana madre de él, quien, al igual que ella, vivía en Frankfurt. Bettina le había preguntado por su hijo y la mamá, satisfecha y orgullosa, le había contado durante días enteros docenas de recuerdos. Bettina había pensado que su amistad con la madre le abriría las puertas de la casa y el corazón de Goethe. Pero sus cálculos no salieron del todo bien. La adoración de la madre le parecía a Goethe un tanto cómica (nunca había ido a verla desde Weimar) e intuía un peligro en la alianza de la extravagante joven con la ingenua madre.

Imagino que cuando Bettina le contó las historias de las que se había enterado acerca de él gracias a la vieja señora Goethe, experimentó sensaciones muy encontradas. Al principio se sintió naturalmente halagado por el interés que la joven manifestaba hacia él. El relato de ella despertaba en él muchos recuerdos dormidos que le agradaban. Pero pronto empezó a encontrar también entre ellos episodios que no podían haber ocurrido o en los cuales se encontraba tan ridículo que no debían haber ocurrido. Además su infancia y su juventud adquirían en boca de Bettina cierta tonalidad y cierto sentido que no le convenían. No porque Bettina quisiese utilizar contra él los recuerdos de su juventud, sino porque a uno (a cualquiera, no sólo a Goethe) le molesta oír relatar su vida en una interpretación distinta de la propia. Así que Goethe se sintió amenazado: esa chica que se mueve en un ambiente de jóvenes intelectuales del movimiento romántico (Goethe no sentía hacia ellos la menor simpatía) es peligrosamente ambiciosa y se considera (con una naturalidad que no está lejos de la desvergüenza) una futura escritora. Y además un día se lo dijo sin rodeos: le gustaría escribir un libro con los recuerdos de su madre. ¡Un libro sobre él, sobre Goethe! En ese momento entrevió tras las manifestaciones de amor la amenazadora agresividad de la pluma y empezó a ponerse en guardia.

Precisamente porque estaba en guardia ante ella, hacía todo lo posible para no serle antipático. Era demasiado peligrosa para que pudiera permitirse convertirla en su enemiga; prefirió mantenerla bajo un constante y amable control. Pero al mismo tiempo sabía que no podía exagerar la amabilidad, porque el menor gesto que ella pudiera interpretar como una manifestación de simpatía amorosa (y ella estaba dispuesta a interpretar como declaración de amor hasta un estornudo suyo) la habría vuelto más osada.

Una vez le escribió: «No quemes mis cartas, no las rompas; eso sería perjudicial para ti, porque el amor que en ellas expreso está unido a ti firme, verdadera, vivamente. Pero no se las enseñes a nadie. Tenías escondidas como una belleza oculta». Primero se rio de la seguridad con la que Bettina consideraba que sus cartas eran bellas, pero luego le llamó la atención esta frase: «¡Pero no se las enseñes a nadie!». ¿Por qué se lo decía? ¿Acaso tenía él la menor intención de enseñárselas a alguien? Con el imperativo «no las enseñes». Bettina ha puesto al descubierto indirectamente sus ganas de «enseñar». Él no dudaba de que sus cartas, las que de vez en cuando le escribía a ella, iban a tener también otros lectores, y sabía que se encontraba en la situación del acusado a quien el tribunal le ha comunicado: todo lo que diga a partir de ahora puede ser utilizado en su contra.

Por eso intentaba entre la amabilidad y el distanciamiento delimitar cuidadosamente un camino intermedio: a sus cartas extasiadas respondía con mensajes que eran a la vez amistosos y distantes, y a su tuteo respondió durante mucho tiempo tratándola de usted. Cuando se encontraban en una misma ciudad era paternalmente amable con ella y la invitaba a casa, pero procuraba que se viesen siempre en presencia de otras personas.

¿Qué es lo que de verdad había entre ellos?

En 1809 Bettina le escribe: «Tengo la firme voluntad de amarte hasta la eternidad». Lean con cuidado esta frase aparentemente trivial. Mucho más importantes que la palabra «amar» son en ella las palabras «eternidad» y «voluntad».

No voy a seguir manteniéndolos en tensión. Lo que había entre ellos no era amor. Era inmortalidad.