Bettina era hija de Maximiliane Laroche, la mujer de la que Goethe había estado enamorado a los veintitrés años. Si descartamos un par de castos besos, aquel amor no fue corporal, sino puramente sentimental y no tuvo consecuencia alguna, entre otras cosas porque la madre de Maximiliane pronto casó a su hija con el rico comerciante italiano Brentano quien, cuando vio que el joven poeta se disponía a seguir flirteando con su mujer, lo echó de su casa y le prohibió volver a aparecer nunca más. Maximiliane parió luego doce hijos (¡aquel endiablado semental italiano engendró veinte a lo largo de su vida!) y a uno de ellos le puso el nombre de Elisabeth; era Bettina.
A Bettina le atrajo Goethe desde su juventud. En parte, porque ante los ojos de toda Alemania avanzaba hacia el Templo de la Fama, en parte, porque se enteró del amor que había profesado a su madre. Comenzó a interesarse apasionadamente por aquel antiguo amor, tanto más lleno de encanto cuanto más lejano (¡Dios mío, había sucedido trece años antes de que ella naciese!), y lentamente creció dentro de ella la sensación de que tenía ciertos derechos misteriosos con respecto al gran poeta, porque en un sentido metafórico (¿y quién si no un poeta debería tomarse las metáforas en serio?) se consideraba hija suya.
Es de todos sabido que los hombres tienen una lamentable tendencia a evitar las obligaciones derivadas de la paternidad, a no pagar alimentos y a no reconocer a sus hijos. No quieren entender que la esencia del amor es el hijo. Sí, la esencia de todo amor es el hijo y nada importa si fue concebido o si nació. En el álgebra del amor el hijo es el signo mágico de la suma de dos seres. Aunque se ame a una mujer sin llegar a tocarla, hay que tener en cuenta que el amor puede dar fruto y que este puede venir al mundo incluso trece años después del último encuentro de los enamorados. Algo por el estilo se decía Bettina cuando finalmente decidió ir a Weimar y presentarse ante él. Fue en la primavera de 1807. Tenía veintidós años (casi igual que Goethe cuando le hacía la corte a su madre), pero sentía que seguía siendo una niña. Aquella sensación la protegía misteriosamente, como si la infancia fuera su escudo.
Llevar por delante el escudo de la infancia fue la estratagema que empleó durante toda su vida. Era una estratagema, pero formaba parte también de su naturaleza, porque desde niña se había acostumbrado a jugar a ser una niña. Siempre había estado un poco enamorada de su hermano mayor, el poeta Clemens Brentano, y disfrutaba mucho sentándose en su regazo. Ya entonces sabía disfrutar (tenía catorce años) de la triple ambigüedad de una situación en la que era, al mismo tiempo, niña, hermana y mujer necesitada de amor. ¿Es posible echar a un niño de nuestro regazo? Ni siquiera Goethe era capaz de hacerlo.
Se le sentó en el regazo ya en 1807, el día de su primer encuentro, si podemos confiar en la descripción que ella misma hizo: al comienzo se sentó frente a Goethe en un sofá; él hablaba en un tono convencionalmente compungido sobre la duquesa Amelia, que había muerto unos días antes. Bettina dijo que no se había enterado de aquello. «¿Cómo?», se asombró Goethe. «¿No le interesa a usted la vida de Weimar?». Bettina dijo: «Sólo me interesa usted». Goethe sonrió y dijo a la joven esta frase decisiva: «Es usted una niña encantadora». En cuanto oyó la palabra «niña», Bettina perdió el miedo. Afirmó que estaba incómoda y saltó del sofá. «Siéntese entonces como esté más cómoda», dijo Goethe y Bettina se le echó al cuello y se le sentó en el regazo. Se sentía tan a gusto allí sentada que, arrimada a él, al cabo de un rato se durmió.
Es difícil saber si fue así como sucedió o si Bettina nos engaña, pero si nos engaña es aún mejor: nos confiesa cómo quiere que la veamos y describe el método que emplea con los hombres: como una niña había sido descaradamente sincera (había afirmado que la muerte de la condesa le daba lo mismo y que estaba incómoda en el sofá, a pesar de que antes que ella decenas de visitantes habían estado encantados de sentarse allí); como una niña se le había echado al cuello y se le había sentado en el regazo; y para colmo: como una niña se había dormido.
Nada más ventajoso que adoptar la posición de una niña: las niñas se pueden permitir hacer lo que quieren porque son inocentes y carecen de experiencia; no tienen que respetar las reglas del comportamiento en sociedad porque aún no han ingresado al mundo en el que rige la formalidad; pueden poner de manifiesto sus sentimientos sin tomar en cuenta si la ocasión es o no es adecuada. Las personas que se negaban a ver en Bettina a una niña decían que era extravagante (en una ocasión se puso a bailar de alegría, se cayó y se abrió la cabeza contra la esquina de una mesa), maleducada (en presencia de otras personas se sentaba en el suelo en lugar de hacerlo en una silla) y sobre todo catastróficamente afectada. En cambio quienes estaban dispuestos a verla como una eterna niña estaban encantados con su espontánea naturalidad.
Goethe se quedó impresionado por la niña. Recordó su juventud y le regaló a Bettina una hermosa sortija. En su diario ese día apuntó escuetamente: «Mamsel Brentano».