Rodeado por las inquietas sombras de los fotógrafos, Goethe sube por una ancha escalera. Lo acompaña un ayudante de Napoleón, lo conduce por otras escaleras y otros pasillos hasta un gran salón al fondo del cual, junto a una mesa redonda, Napoleón está sentado y desayuna. A su alrededor se mueven hombres de uniforme que le dan noticias a las que él responde mientras mastica. Al cabo de varios minutos el ayudante se atreve a enseñarle a Goethe, que permanece inmóvil de pie a cierta distancia. Napoleón lo mira y se mete la mano derecha debajo del chaleco, de modo que la palma de su mano toque la última costilla izquierda. (Antes lo hacía porque sufría de dolores de estómago, pero más tarde le gustó aquel gesto y recurría automáticamente a él cuando veía a su alrededor a los fotógrafos). Traga rápidamente un bocado (¡no es bueno ser fotografiado mientras el rostro se deforma por la masticación, porque los periódicos tienen la maldad de publicar precisamente ese tipo de fotos!) y dice en voz alta, para que todos lo oigan: «¡He aquí un hombre!».
Esa breve frase es precisamente lo que hoy se llama en Francia une petite phrase, o sea «una frasecita». Los políticos pronuncian largos discursos en los que repiten una y otra vez lo mismo sin el menor pudor, sabiendo que da exactamente igual que se repitan o no, porque el público de todos modos sólo se enterará de ese par de frases que los periodistas citarán de sus discursos. Para facilitarles el trabajo y orientarlos un tanto, los políticos introducen en sus discursos cada vez más idénticos una o dos frases cortas que hasta ese momento no habían dicho, lo cual es en sí mismo tan inesperado e impresionante que la «frasecita» se hace inmediatamente famosa. El arte de la política no consiste hoy en guiar a la polis (esta se guía sola por la lógica de su oscuro e incontrolable mecanismo), sino en inventar petites phrases, a tenor de las cuales el político será visto e interpretado, plebiscitado en los sondeos de opinión pública y también elegido o no elegido en las siguientes elecciones. Goethe aún no conoce la expresión petite phrase, pero, como sabemos, las cosas existen en su esencia antes aún de haberse realizado y denominado materialmente. Goethe comprende que lo que acaba de decir Napoleón es una magnífica petite phrase que les vendrá estupendamente a ambos. Está satisfecho y se acerca un paso más hacia la mesa de Napoleón.
Pueden decir ustedes lo que quieran sobre la inmortalidad de los poetas, pero los guerreros son aún más inmortales, de modo que con pleno derecho es Napoleón quien le hace las preguntas a Goethe y no al revés. «¿Cuántos años tiene?», le pregunta. «Sesenta», responde Goethe. «Para esa edad tiene muy buen aspecto», dice Napoleón con admiración (tiene veinte años menos) y Goethe se siente satisfecho. Cuando tenía cincuenta era tremendamente gordo, tenía papada y le daba lo mismo. Pero a medida que avanzaban los años pensaba cada vez más en la muerte y se daba cuenta de que no podía entrar en la inmortalidad con una horrible tripa. Por eso decidió adelgazar y pronto se convirtió en un hombre delgado que, aunque ya no era bello, podía al menos despertar el recuerdo de su antigua belleza.
«¿Está casado?», le pregunta Napoleón lleno de sincero interés. «Sí», responde Goethe y hace al decirlo uní breve inclinación. «¿Y tiene hijos?». «Un hijo». En ese momento se inclina hacia Napoleón un general y le comunica una noticia importante. Napoleón se pone a pensar. Saca la mano del chaleco, pincha un trozo de carne con el tenedor, se lo lleva a la boca (esta escena ya no se fotografía) y responde masticando. Al cabo de un rato se acuerda de Goethe. Lleno de sincero interés le hace una pregunta: «¿Está casado?». «Sí», responde Goethe y hace al decirlo una breve inclinación. «¿Y tiene hijos?». «Un hijo», responde Goethe. «¿Y Carlos Augusto?», pronuncia de pronto Napoleón el nombre del soberano de Goethe, príncipe del Estado de Weimar, a quien por el tono de la voz se nota que no aprecia.
Goethe no puede hablar mal de su señor, pero tampoco puede enfrentarse al inmortal, así que esquiva con diplomacia la cuestión y sólo dice que Carlos Augusto ha hecho mucho por la ciencia y el arte. La referencia a la ciencia y el arte se convierte para el inmortal guerrero en una oportunidad para dejar de masticar, levantarse de la mesa, meter la mano dentro del chaleco, dar un par de pasos en dirección al poeta y ponerse a hablar con él de teatro. En ese momento comienza a murmurar la invisible bandada de fotógrafos, los aparatos empiezan a disparar y el guerrero, que se llevó al poeta a un lado para hablar en confianza, tiene que elevar la voz para que lo oigan todos los que están en el salón. Le propone a Goethe que escriba una obra de teatro sobre la conferencia de Erfurt, que por fin garantizará paz y felicidad a la humanidad. «¡El teatro», dice luego en voz muy alta, «debería convertirse en una escuela para el pueblo!». (Ya es la segunda hermosa petite phrase destinada a aparecer al día siguiente como gran titular de extensos artículos en los periódicos). «¡Y sería estupendo», añade en voz más baja, «que le dedicara usted la obra al zar Alejandro!». (¡Porque de eso se trataba en la conferencia de Erfurt! ¡A ese era a quién Napoleón necesitaba conquistar!). Después le obsequia a Schilloethe con una breve conferencia sobre literatura, durante la cual es interrumpido por las noticias que le dan sus ayudantes y pierde el hilo de sus ideas. Para volver a encontrarlo repite dos veces más, sin conexión ni convicción, las palabras «teatro, escuela del pueblo» y después (sí, por fin encontró el hilo) hace referencia a La muerte de César, de Voltaire. A juicio de Napoleón se trata de un ejemplo de cómo un poeta dramático pierde la oportunidad de convertirse en maestro del pueblo. Tenía que haber mostrado en la obra cómo el gran guerrero trabajaba para el bien de la humanidad y cómo la brevedad del tiempo que le fue dado vivir fue la única causa de que no hubiera podido realizar sus intenciones. Las últimas palabras han sido melancólicas y el guerrero mira al poeta a los ojos: «¡He aquí un gran tema para usted!».
Pero vuelven a interrumpirle. Al salón han entrado algunos oficiales de alta graduación, Napoleón saca la mano de debajo del chaleco, se sienta a la mesa, pincha un trozo de carne con el tenedor y mastica mientras oye las noticias. Las sombras de los fotógrafos han desaparecido del salón. Goethe echa una mirada a su alrededor. Observa los cuadros en las paredes. Después se acerca al ayudante que lo ha acompañado y le pregunta si debe considerar que la audiencia ha terminado. El ayudante asiente, el tenedor de Napoleón lleva a la boca un trozo de carne y Goethe se aleja.