Imaginemos que en tiempos del emperador Rodolfo existieran ya las cámaras (esas que hicieron inmortal a Cárter) y que filmaran el banquete en la corte imperial durante el cual Tycho Brahe se revolvía en su silla, se ponía pálido, cruzaba las piernas y ponía los ojos en blanco. Si además hubiera sido consciente de que le veían varios millones de espectadores, sus padecimientos seguramente habrían aumentado aún más y la risa, que resuena por los pasillos de su inmortalidad, sonaría aún más alta. El pueblo pediría seguramente que la película sobre el famoso astrónomo, que se avergüenza de orinar, se emitiese todos los años por Año Nuevo, cuando la gente quiere reírse y no suele tener de qué.
Esta idea despierta en mí un interrogante: ¿cambia el carácter de la inmortalidad en la época de las cámaras? No dudo al responder: en esencia no, porque el objetivo fotográfico ya estaba aquí mucho antes de ser descubierto; estaba aquí como su propia esencia no materializada. Aunque no la enfocase objetivo alguno, la gente ya se j comportaba como si la estuvieran fotografiando. Alrededor de Goethe nunca pululó una bandada de fotógrafos, pero pululaban a su alrededor las sombras de los fotógrafos arrojadas hacia él desde las profundidades del futuro. Así fue por ejemplo durante su famosa audiencia con Napoleón. Aquella vez, en la cumbre de su fama, el emperador de los franceses reunió en la conferencia de Erfurt a todos los soberanos europeos que debían dar su asentimiento a la división del poder entre él y el zar de los rusos.
En este sentido Napoleón era un verdadero francés y no le bastaba para su satisfacción con enviar a la muerte a cientos de miles de personas, quería además ser admirado por los escritores. Le preguntó a su asesor cultural quiénes eran las autoridades espirituales de la Alemania de entonces y se enteró de que era ante todo un tal señor Goethe. ¡Goethe! Napoleón se dio un golpe en la frente. ¡El autor de Los sufrimientos del joven Werther! Cuando estaba en la campaña de Egipto comprobó que sus oficiales leían ese libro. Como lo conocía, se enfadó muchísimo. Reprendió a los oficiales por leer semejantes tonterías sentimentales y les prohibió de una vez para siempre leer novelas. ¡Cualquier novela! ¡Que lean libros de historia, son mucho más útiles! Pero esta vez, satisfecho de saber quién era Goethe, decidió invitarlo. Lo hizo incluso de buen grado, porque los asesores le informaron que Goethe era famoso sobre todo como autor teatral. A diferencia de la novela, Napoleón apreciaba el teatro, porque le recordaba las batallas. Y como él mismo era uno de los principales autores de batallas además de un director de escena insuperable, estaba en lo más profundo de su alma convencido de que era al mismo tiempo el mayor poeta trágico de todos los tiempos, mayor que Sófocles, mayor que Shakespeare.
El asesor cultural era un hombre competente pero con frecuencia se confundía. Goethe, en efecto, se dedicaba mucho al teatro, pero su fama tenía poco que ver con eso. El asesor de Napoleón lo confundía seguramente con Schiller. Y como Schiller estaba muy unido a Goethe, al fin y al cabo no era un error tan tremendo unir a ambos amigos en un solo poeta; es posible incluso que el asesor haya actuado conscientemente, guiado por una elogiable intención didáctica, al crear para Napoleón una síntesis del clasicismo alemán en la figura de Friedrich Wolfgang Schilloethe.
Cuando Goethe (sin intuir que era Schilloethe) recibió la invitación, comprendió enseguida que debía aceptarla. Le faltaba exactamente un año para cumplir los sesenta. La muerte se acercaba y con la muerte la inmortalidad (porque, como dije, la muerte y la inmortalidad forman una pareja indivisible, más hermosa que Marx y Engels, que Romeo y Julieta, que Laurel y Hardy), y Goethe no podía tomarse a la ligera una invitación para una audiencia con un inmortal. Aunque estaba entonces muy ocupado con su ensayo La teoría de los colores, que consideraba la cumbre de su obra, abandonó su mesa de trabajo y fue a Erfurt, donde se produjo el 2 de octubre de 1808 el inolvidable encuentro entre el guerrero inmortal y el poeta inmortal.