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La inmortalidad. Goethe no temía esa palabra. En su libro Memorias de mi vida, que lleva el famoso subtítulo Poesía y verdad, escribe sobre el telón que observaba ansioso en el nuevo teatro de Dresden cuando tenía diecinueve años. Estaba representado, a lo lejos (cito a Goethe), der Tempe! des Ruhmes, el Templo de la Fama, y alrededor de él todos los grandes autores teatrales de todas las épocas. Por la zona central que quedaba libre entre ellos, sin prestarles atención, se encaminaba directamente hacia el templo «un hombre con una chaqueta ligera; se le veía desde atrás y no había en él nada de particular. Debía de ser Shakespeare, quien, sin tener predecesores y sin preocuparse por seguir modelos, avanzaba por su cuenta hacia la inmortalidad».

La inmortalidad de la que habla Goethe no tiene, por supuesto, nada que ver con la fe religiosa en la inmortalidad del alma. Se trata de otra inmortalidad distinta, completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la memoria de la posteridad. Cualquiera puede alcanzar una inmortalidad mayor o menor, más corta o más larga, y desde muy joven le da vueltas al asunto en sus pensamientos. Del alcalde de un pueblo de Moravia al que de pequeño yo iba con frecuencia de excursión, contaban que tenía en casa un ataúd preparado para su propio entierro y que en los momentos felices, cuando se sentía especialmente contento de sí mismo, se acostaba en él y se imaginaba su propio entierro. No conocía en su vida nada más hermoso que esos momentos de ensoñación en el ataúd: permanecía en su inmortalidad.

Claro que ante la inmortalidad no hay igualdad entre las personas. Tenemos que diferenciar la denominada pequeña inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes lo conocieron (esta era la inmortalidad con la que soñaba el alcalde del pueblo de Moravia), de la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció personalmente. Hay trayectorias vitales que sitúan al hombre, desde el comienzo, ante esta gran inmortalidad, ciertamente insegura, incluso improbable, pero innegablemente posible: son las trayectorias vitales de los artistas y los hombres de Estado.

De todos los hombres de Estado europeos de nuestra época, el que probablemente más ha pensado en la inmortalidad es Francois Mitterrand. Recuerdo, una ceremonia inolvidable que se produjo tras su elección como presidente en 1981. La plaza del Panteón estaba repleta de una muchedumbre entusiasta y él se distanciaba de ella: subía solo las amplias escaleras (exactamente igual que Shakespeare hacia el Templo de la Fama en el telón sobre el que escribía Goethe) y llevaba en la mano tres rosas. Después desapareció de la vista de la gente y se quedó totalmente solo entre las tumbas de sesenta y cuatro grandes muertos, seguido ya en su reflexiva soledad únicamente por la mirada de la cámara, del equipo de filmación y de varios millones de franceses que tenían los ojos pegados a las pantallas en las que resonaba la Novena de Beethoven. Colocó una tras otra las tres rosas en las tumbas de tres muertos a los que eligió de entre todos. Era como un agrimensor que clava tres rosas como tres banderines en el inmenso campo de construcción de la eternidad, para marcar el triángulo en cuyo centro deberá alzarse su palacio.

Valéry Giscard d’Estaing, que fue presidente antes que él, invitó en 1974 a su primer desayuno en el palacio del Elíseo a unos basureros. Fue el gesto de un burgués sentimental que ansiaba el amor de la gente sencilla y quería que creyeran que era uno de ellos. Mitterrand no era tan ingenuo como para querer parecerse a los basureros (¡este es un sueño que no se le puede hacer realidad a ningún presidente!), quería parecerse a los muertos, lo cual era mucho más sabio, porque los muertos y la inmortalidad son como una pareja indivisible de amantes, y aquel cuyo rostro se confunde con los rostros de los muertos es inmortal ya en vida.

El presidente norteamericano Jimmy Carter siempre me cayó simpático, pero fue casi amor lo que sentí por él cuando lo vi en la televisión en chándal corriendo con un grupo de colaboradores suyos, entrenadores y gorilas; de pronto se le empezó a cubrir la frente de sudor, su cara se contrajo en un espasmo, los demás corredores se inclinaron hacia él, lo cogieron y lo sostuvieron: era un pequeño ataque al corazón. Eljogging debía haberse convertido en una oportunidad para exhibir ante la nación la eterna juventud del presidente. Por eso se había invitado a las cámaras y no fue culpa suya si, en lugar de un atleta pletórico de salud, tuvieron que exhibir a un hombre envejecido que tiene mala suerte.

El hombre ansía ser inmortal, y la cámara un buen día nos enseña su boca estirada en un triste gesto como lo único que recordamos de él, lo que nos queda de él como parábola de toda su vida. Entra en una inmortalidad que denominamos ridícula.

Tycho Brahe fue un gran astrónomo, pero hoy sólo sabemos de él que durante una cena de gala en la corte imperial de Praga le dio reparo salir para ir al retrete, de modo que se le reventó la vejiga y salió para unirse a los inmortales ridículos como mártir del pudor y la orina. Fue a reunirse con ellos al igual que Christiane Goethe, convertida por los siglos de los siglos en una morcilla rabiosa que muerde. No hay novelista a quien quiera más que Robert Musil. Murió una mañana mientras levantaba pesas. Cuando las levanto yo, controlo angustiado el pulso de mi corazón y tengo miedo de morir, porque morir con una pesa en la mano como mi adorado autor sería un acto digno de un epígono tan increíble, tan enloquecido, tan fanático, que inmediatamente me aseguraría una inmortalidad ridícula.