Se había derrumbado sobre la silla y aquello era tan triste que no podíamos soportarlo. Nos levantamos, nos acercamos a él y le dimos palmadas en la espalda. Y mientras le estábamos palmeando vimos de pronto que su mujer había salido de un salto del agua y pasaba a nuestro lado en dirección a la salida. Actuaba como si no existiésemos.
¿Estaba tan enfadada con Paul que ni siquiera quería verlo? ¿O la había dejado perpleja el inesperado encuentro con Avenarius? Como quiera que fuese, el paso con el que cruzó junto a nosotros tenía algo tan poderoso y atractivo que dejamos de palmear a Paul y nos quedamos los tres mirándola.
Cuando llegó a la altura de las puertas batientes que conducían de la piscina a los vestuarios, sucedió algo inesperado: volvió de pronto la cabeza en dirección a nuestra mesa y lanzó el brazo hacia arriba con un movimiento tan suave, tan encantador, tan armonioso, que nos pareció que de sus dedos había salido lanzado hacia lo alto un balón dorado que había quedado flotando encima de las puertas.
Paul tenía de pronto una sonrisa en la cara y cogió con firmeza a Avenarius del brazo:
—¿Ha visto? ¿Ha visto ese gesto?
—Sí —dijo Avenarius y miraba como yo y como Paul el balón de oro que resplandecía bajo el techo como un recuerdo de Laura.
Para mí estaba completamente claro que el gesto no iba dirigido al marido borracho. No era el gesto automatizado de la despedida cotidiana, era un gesto excepcional y cargado de significados. Sólo podía estar destinado a Avenarius.
Naturalmente, Paul no sospechaba nada. Como por un milagro caían de él los años, volvía a ser un cincuentón atractivo, orgulloso de su cabellera gris. Seguía mirando hacia las puertas sobre las cuales relucía el balón dorado y decía:
—¡Ah, Laura! ¡Así es ella! ¡Ah, qué gesto! ¡Así es Laura! —Y después relató con voz emocionada—: La primera vez que se despidió de mí de ese modo fue cuando la acompañé a la maternidad. Había sufrido antes dos operaciones para poder tener un hijo. Teníamos miedo del parto. Para evitar que yo pasase un mal rato, me prohibió entrar con ella en la clínica. Me quedé junto al coche y ella avanzó sola hacia la puerta y, cuando ya estaba junto al umbral, de pronto volvió la cabeza, exactamente igual que hace un momento, y extendió el brazo. Cuando volví a casa estaba tremendamente triste, la echaba de menos y para revivir su presencia intenté imitar para mí mismo aquel hermoso gesto con el que me había cautivado. Si entonces me hubiera visto alguien, se habría reído. Me puse de espaldas al espejo, estiré el brazo hacia arriba y me sonreí a mí mismo, por encima del hombro, en el espejo. Lo hice unas cuarenta o cincuenta veces mientras pensaba en ella. Yo era al mismo tiempo Laura que me saludaba y yo mismo que miraba cómo me saludaba Laura. Pero había una cosa curiosa: aquel gesto no cuadraba conmigo. Al hacer aquel movimiento era irremediablemente torpe y ridículo.
Se incorporó y se puso de espaldas a nosotros. Después extendió el brazo hacia arriba y nos miró por encima del hombro. Sí, tenía razón: era cómico. Nos reímos. Nuestra risa le incitó a repetir el gesto varias veces más. Daba cada vez más risa. Después dijo:
—Saben, no es un gesto masculino, es un gesto de mujer. La mujer con ese gesto nos incita: ven, sígueme, y uno no sabe adonde lo invita y ella tampoco lo sabe, pero nos invita convencida de que vale la pena ir al sitio al que nos invita. Por eso les digo: o la mujer será el futuro del hombre o la humanidad perecerá, porque sólo la mujer es capaz de mantener la esperanza sin la menor justificación e invitarnos a un futuro dudoso en el que, de no ser por las mujeres, hace ya tiempo que habríamos dejado de creer. Toda la vida he estado dispuesto a ir en pos de la voz de las mujeres, aunque esa voz sea alocada y yo sea cualquier cosa menos un loco. ¡Pero no hay cosa más hermosa que alguien que no es un loco y va hacia lo desconocido guiado por una voz alocada! —Y volvió a decir en tono solemne unas palabras en alemán—: Das Ewigweibliche zieht uns hinan! ¡El eterno femenino nos empuja hacia arriba!
El verso de Goethe batía las alas como una orgullosa oca blanca bajo la bóveda de la piscina y Paul reflejado en las tres superficies de los espejos iba hacia las puertas batientes por las que un momento antes se había ido Laura. Por primera vez lo vi sinceramente alegre. Dio un par de pasos, volvió hacia nosotros la cabeza por encima del hombro y estiró el brazo hacia arriba. Se rio. Giró una vez más, volvió a agitar el brazo. Luego nos volvió a hacer por última vez aquella torpe imitación masculina de ese hermoso gesto femenino y desapareció tragado por las puertas.