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En los espejos, que se reflejaban unos en otros, Paul se multiplicaba veintisiete veces y los ocupantes de la mesa contigua miraban con curiosidad su brazo levantado con la copa. Hasta los dos gorditos que salían de la pequeña piscina de masaje subacuático se detuvieron sin dejar de mirar los veintisiete brazos de Paul paralizados en el aire. Primero pensé que se había quedado así inmóvil para añadir patetismo a sus palabras, pero después me fijé en la señora en bañador que acababa de entrar en la sala, una mujer de cuarenta años con una cara bonita, unas piernas bien formadas aunque un poco cortas y un trasero expresivo aunque un poco grande, que como una flecha gruesa señalaba hacia el suelo. Por aquella flecha la reconocí de inmediato.

Al principio no nos vio y se dirigió directamente hacia la piscina. Pero nuestros ojos estaban fijos en ella con tal fuerza que al final atrajeron su mirada. Se ruborizó. Cuando una mujer se ruboriza, es magnífico; su cuerpo en ese momento no le pertenece, no lo domina, está a su merced; ¡ah, nada hay más hermoso que ver a una mujer violentada por su propio cuerpo! Comencé a comprender la debilidad de Avenarius por Laura. Dirigí mi mirada hacia él: su rostro permanecía perfectamente impasible. Me daba la impresión de que aquel dominio de sí mismo le traicionaba aún más que a Laura su rubor.

Ella se dominó, esbozó una sonrisa de cortesía y avanzó hacia nuestra mesa. Nos levantamos y Paul nos presentó a su mujer. Yo seguía observando a Avenarius. ¿Sabía que Laura era la mujer de Paul? Me pareció que no. Por lo que yo sabía de él, deducía que se había acostado una vez con ella y desde entonces no había vuelto a verla. Pero no lo sabía con certeza y no estaba en realidad seguro de nada. Cuando le dio la mano a Laura, le hizo una reverencia como si la viera por primera vez en su vida. Laura se despidió (demasiado rápido, me dije) y se zambulló en la piscina.

A Paul se le disipó de pronto toda la euforia.

—Me alegro de que la hayan conocido —dijo melancólicamente—. Es, como suele decirse, la mujer de mi vida. Debería felicitarme. La vida humana es muy breve y la mayoría de los hombres nunca encuentra a la mujer de su vida.

El camarero trajo una nueva botella, la abrió ante nosotros, volvió a llenar todas las copas y Paul volvió así a perder el hilo de la conversación.

—Estaba hablando de la mujer de su vida —le apunté cuando se fue el camarero.

—Sí —dijo—. Tengo con ella una hija de tres meses. Del primer matrimonio también tengo una hija. Hace un año se fue de casa. Sin despedirse. Yo me sentía desdichado, porque la quiero. Durante mucho tiempo no tuve noticias suyas. Hace dos días volvió porque su novio la dejó colgada. Pero antes le hizo un crío, una niña. ¡Amigos, tengo una nieta! ¡Así que estoy rodeado por cuatro mujeres! —Era como si la idea de las cuatro mujeres le hubiera insuflado energía—: ¡Ese es el motivo por el que hoy bebo desde la mañana! ¡Bebo por el reencuentro! ¡Bebo a la salud de mi hija y mi nieta!

Más abajo de donde estábamos nosotros, en la piscina, nadaban Laura y otros dos bañistas y Paul sonreía. Era una curiosa sonrisa cansada que hacía que me diera lástima. Me parecía que había envejecido de golpe. Su poderosa cabellera gris se había convertido de pronto en el peinado de una vieja dama. Como si quisiera hacer frente al ataque de debilidad recurriendo a la voluntad, volvió a incorporarse con la copa en la mano.

Mientras tanto desde abajo llegaba un sonido de golpes de brazos contra la superficie del agua. Con la cabeza fuera del agua, Laura nadaba crol con escasa habilidad pero apasionadamente y con una especie de rabia.

Me dio la impresión de que cada uno de aquellos golpes caía sobre la cabeza de Paul como un año más de vida: su cara envejecía a ojos vista ante nosotros. Ya tenía setenta, y poco después tendría ochenta años, y levantaba la copa como si quisiera detener esa avalancha de años que se precipitaba sobre él:

—Recuerdo una famosa frase de mi juventud —dijo con una voz que repentinamente había perdido sonoridad—: «La mujer es el futuro del hombre». ¿Quién fue el que la dijo? Ya no lo sé. ¿Lenin? ¿Kennedy? No, no. Algún poeta.

—Aragon —le apunté.

Avenarius dijo contrariado:

—¿Qué quiere decir eso de que La mujer es el futuro del hombre? ¿Que los hombres se convertirán en mujeres? ¡No entiendo esa frase estúpida!

—¡No es una frase estúpida! ¡Es una frase poética! —se defendió Paul.

—La literatura desaparecerá y las frases poéticas estúpidas seguirán vagando por el mundo —dije.

Paul no me hacía caso. Veía en aquel momento su imagen veintisiete veces multiplicada en los espejos y no podía apartar la vista de ella. Se volvía alternativamente hacia cada uno de sus rostros en los espejos y hablaba con voz débil y aguda de vieja dama:

—La mujer es el futuro del hombre. Eso significa que el mundo, que una vez fue hecho a imagen del hombre, se adaptará ahora a la imagen de la mujer. Cuanto más técnico y mecanizado, cuanto más metálico y frío sea, más necesitará ese calor que sólo la mujer puede darle. ¡Si queremos defender al mundo, tendremos que adaptarnos a la mujer, dejarnos guiar por la mujer, dejar que penetre en nosotros ese Ewigweibliche, ese eterno femenino!

Como si aquellas palabras proféticas lo hubieran agotado por completo, Paul era de pronto otros diez años más viejo, era un viejito completamente debilucho y sin fuerzas de unos ciento veinte o ciento cincuenta años. No era capaz ni de sostener la copa. Se deslizó sobre la silla. Después dijo con sinceridad y tristeza:

—Volvió sin avisar. Y odia a Laura. Y Laura la odia a ella. La maternidad ha incrementado la combatividad de las dos. Ya se vuelve a oír desde una habitación a Mahler y desde la otra el rock. Ya pretenden de nuevo que yo elija, ya vuelve el ultimatum. Se han puesto a luchar. Y cuando las mujeres se ponen a luchar, no se detienen. —Después se inclinó hacia nosotros en tono confidencial—. Amigos, no me tomen en serio. Lo que voy a decirles ahora no es verdad. —Bajó la voz como si nos comunicara un gran secreto—. Ha sido una gran suerte que las guerras las hicieran hasta ahora sólo los hombres. Si las hubieran dirigido las mujeres, habrían sido tan consecuentes en su crueldad que no quedaría hoy en el planeta una sola persona. —Y como si quisiera que olvidáramos inmediatamente lo que había dicho, dio un puñetazo en la mesa y levantó la voz—: Amigos, yo querría que no existiera la música. Querría que el padre de Mahler hubiera sorprendido a su hijo masturbándose y le hubiese dado tal bofetada en la oreja que el pequeño Gustav se habría quedado sordo para toda la vida y nunca hubiera sido capaz de distinguir un tambor de un violín. Y querría que la corriente de todas las guitarras eléctricas estuviera conectada a unas sillas a las que ataría a los guitarristas con mis propias manos. —Después añadió en voz muy baja—: Amigos, .yo querría estar aún diez veces más borracho de lo que estoy.