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Tras la cena, en el salón donde todos se habían instalado en los sillones, con una copa de coñac o un pocillo de café a medio beber, el primer invitado se levantó valientemente y le hizo una reverencia y una sonrisa a la dueña de casa. Los demás decidieron entender aquello como una orden y junto con Paul y Agnes saltaron de sus sillones y corrieron a sus coches. Paul conducía y Agnes observaba el interminable movimiento de los coches, el centelleo de las luces, la inutilidad de la constante agitación de la noche de la ciudad que no conoce el descanso. Y volvió a tener esa curiosa y fuerte sensación que se apoderaba de ella cada vez con mayor frecuencia: no tiene nada en común con esos seres de dos piernas, con una cabeza sobre el cuello y una boca en la cara. Hacía tiempo se había interesado por su política, por su ciencia, por sus descubrimientos, se consideraba una pequeña parte de su gran aventura, hasta que un buen día nació en ella la sensación de que no formaba parte de ellos. Era una sensación extraña, trataba de evitarla, sabía que era absurda y amoral, hasta que al final se dijo que no podía dar órdenes a sus sentimientos: es incapaz de sufrir pensando en sus guerras y de disfrutar de sus fiestas, porque tiene conciencia de que eso no es cosa suya.

¿Quiere decir eso que tiene un corazón de piedra? No, eso no tiene nada que ver con el corazón. Además quizá nadie les dé a los mendigos tanto dinero como ella. No es capaz de pasar a su lado sin fijarse en ellos y ellos, como si lo supiesen, se dirigen a ella, reconociéndola al instante y desde lejos entre otros cien caminantes como aquella que los ve y los oye. Sí, es verdad, sólo que debo añadir lo siguiente: incluso sus limosnas a los mendigos tienen un fondo negativo: no les da limosnas porque los mendigos forman parte de la humanidad, sino precisamente porque no forman parte de ella, porque están fuera de ella y probablemente son tan insolidarios con la humanidad como la propia Agnes.

Insolidaridad con la humanidad: esta es su postura. Sólo hay una cosa que podría distraerla de ella: un amor concreto por una persona concreta. Si amase realmente a alguien, el destino del resto de la gente no podría serle indiferente, porque su amado dependería de ese destino, sería parte de él, y ella entonces no podría tener la sensación de que aquello que hace padecer a la gente, sus guerras y sus vacaciones, no son cosa suya.

Le dio miedo esa última idea. ¿Acaso es verdad que no quiere a nadie? ¿Y Paul?

Recordó cuando, hacía unas horas, antes de que salieran a cenar, se había acercado a ella y la había abrazado. Sí, algo le pasa: últimamente la persigue la idea de que detrás de su amor por Paul no hay más que pura voluntad: pura voluntad de quererlo; pura voluntad de tener un matrimonio feliz. Si por un momento disminuyera esa voluntad, el amor huiría como un pájaro al que le han abierto la jaula.

Es la una de la madrugada, Agnes y Paul se desnudan. Si tuvieran que decir cómo se desnuda el otro, cómo se mueve al hacerlo, se quedarían perplejos. Hace ya tiempo que no se miran. El aparato de la memoria está desconectado y no registra nada de los momentos nocturnos compartidos que preceden al de acostarse en la cama matrimonial.

La cama matrimonial: el altar del matrimonio; y quien dice altar dice con ello: sacrificio. Aquí se sacrifica uno por el otro: a los dos les cuesta dormirse y la respiración del otro los despierta; por eso se desplazan hacia el borde de la cama, dejando en medio un amplio espacio libre; fingen dormir porque creen facilitar así el sueño de su compañero, quién podrá dar vueltas a un lado y a otro sin temor a molestar. Desgraciadamente el compañero no lo aprovecha porque él también (y por el mismo motivo) fingirá dormir y temerá moverse.

No poder dormir y no poder moverse: cama de matrimonio.

Agnes yace de espaldas y por su cabeza pasan imágenes: ha ido otra vez a visitarlos aquel extraño hombre amable que lo sabe todo sobre ellos y no tiene idea de lo que es la Torre Eiffel. Daría cualquier cosa por poder hablar con él a solas, pero él ha elegido a propósito los momentos en que los dos están en casa. Agnes piensa infructuosamente con qué argucia podría conseguir que Paul saliera de casa. Los tres están sentados en sillones junto a una mesa baja y tres tazas de café, y Paul se esfuerza por entretener al invitado. Agnes sólo espera que el invitado empiece a hablar del motivo de su visita. Y es que ella lo sabe. Pero sólo ella, Paul no. Finalmente el invitado interrumpe la charla de Paul y comienza a hablar: «Supongo que intuyen de dónde vengo».

«Sí», dice Agnes. Sabe que el invitado viene de un planeta muy lejano que tiene en el universo una función muy importante. Y enseguida añade con voz tímida: «¿Es mejor allá?».

El invitado apenas se encoge de hombros: «Agnes, sabe usted muy bien dónde vive».

Agnes dice: «Puede que la muerte sea necesaria. ¿Pero no se podía haber inventado de otra manera? ¿Acaso es necesario dejar tras de sí un cuerpo que hay que meter bajo tierra o arrojar al fuego? ¡Todo esto es un horror!».

«En todas partes se sabe que la Tierra es un horror», dice el invitado.

«Y hay algo más», dice Agnes. «A usted esta pregunta le parecerá tonta. ¿Los que viven allá, en su planeta, tienen rostro?».

«No tienen. El rostro sólo existe aquí, en la Tierra».

«¿Y entonces cómo se diferencian los que viven allá?».

«Allá todos son su propia obra. Allá, por así decirlo, cada uno se inventa a sí mismo. Pero es difícil hablar de esto. Esto no puede entenderlo. Lo entenderá algún día. Porque he venido a decirle que en su próxima vida ya no volverá a la Tierra».

Agnes naturalmente ya sabía de antemano lo que el invitado iba a decirles, y por eso no podía estar sorprendida. En cambio Paul estaba asombrado. Miraba al invitado, miraba a Agnes y esta no tuvo más remedio que decir: «¿Y Paul?».

«Paul tampoco se quedará aquí», dijo el invitado. «He venido a comunicárselo. Siempre se lo comunicamos a las personas a quienes hemos elegido. Sólo quería preguntarles: en la próxima vida ¿quieren estar juntos o prefieren no volver a encontrarse?».

Agnes sabía que esa pregunta iba a llegar. Ese era el motivo por el cual quería estar con el invitado a solas. Sabía que en presencia de Paul no sería capaz de decir: «Ya no quiero estar con él». No puede decirlo delante de él y él no puede decirlo delante de ella, aunque es probable que también diera prioridad a intentar su próxima vida de otro modo y sin Agnes. Sólo que decir en voz alta en presencia del otro: «Ya no queremos estar juntos en la próxima vida, ya no queremos encontrarnos», es lo mismo que si dijeran: «Entre nosotros no existe ni ha existido amor». Y eso precisamente no puede ser dicho en voz alta, porque toda su vida en común (veinte años ya de vida en común) está basada en la ilusión del amor, en una ilusión que ambos cuidadosamente alimentan y vigilan. Y por eso cada vez que se imagina esta escena y llega hasta la pregunta del invitado, sabe que capitulará y dirá contra su voluntad, contra su deseo:

«Sí. Por supuesto. Quiero que en la próxima vida estemos juntos».

Pero hoy es la primera vez que se siente segura de que en presencia de Paul encontrará el valor de decir lo que quiere, lo que de verdad en lo más profundo de su alma quiere; está segura de que tendrá el valor, aun al precio de que todo lo que había entre ellos se hunda. Oye a su lado una respiración profunda. Paul ya se ha dormido del todo. Como si hubiera puesto en el proyector el mismo rollo de película, proyecta de nuevo ante sus ojos toda la escena: habla con el visitante, Paul la mira con asombro y el visitante dice: «En la próxima vida ¿quieren estar juntos o prefieren no volver a encontrarse?».

(Es curioso: por mucha información que tenga sobre ellos, la psicología terrestre le es incomprensible, el concepto de amor desconocido, de modo que no intuye en qué difícil situación les coloca con semejante pregunta sincera, práctica y bien intencionada).

Agnes hace acopio de toda su fuerza interior y responde con voz firme: «Preferimos no volver a encontrarnos».

Estas palabras son como un portazo a la ilusión del amor.