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Escribo sobre Agnes, me la imagino, la hago sentarse en el banco de la sauna, caminar por París, hojear una revista, hablar con el marido, pero de aquello que dio comienzo a todo, del gesto de la señora que se despedía del instructor en la piscina, es como si me hubiera olvidado. ¿Acaso Agnes nunca se despide de alguien de ese modo? No. Es muy curioso, me parece que hace mucho que no. Antes, cuando era muy joven, sí, entonces sí se despedía así.

Fue cuando todavía vivía en una ciudad tras la cual se dibujan las cumbres de los Alpes. Tenía dieciséis años y había ido con un compañero de colegio al cine. Cuando apagaron las luces, la cogió de la mano. Pronto empezaron a sudarle, pero el muchacho no se atrevía a soltar la mano que con tanto coraje había cogido, porque habría sido como reconocer que estaba sudando y que esto le daba vergüenza. Así que tuvieron las manos empapadas durante hora y media en un día húmedo y caluroso, y sólo se las soltaron cuando empezaron a encenderse las luces.

Después él trató de prolongar el encuentro, la llevó por las callejuelas de la ciudad vieja y subieron hasta el viejo convento, cuyo patio de entrada estaba plagado de turistas. Al parecer lo tenía todo muy pensado, porque a paso bastante rápido la condujo hasta un pasillo desierto, con la tonta excusa de enseñarle un cuadro. Llegaron hasta el final del pasillo pero allí no había cuadro alguno, sólo una puerta pintada de marrón con las letras WC. El chico no se fijó en el letrero y se detuvo. Ella sabía perfectamente que los cuadros no le interesaban y que lo único que buscaba era un sitio solitario para darle un beso. ¡Pobre, no había encontrado nada mejor que un sucio rincón junto a un retrete! Se echó a reír, y para que no pensara que se reía de él, le enseñó el letrero. Él también rio, pero se hundió en la desesperación. Con aquellas letras como fondo no era posible inclinarse hacia ella y besarla (más aún cuando se trataba del primer e inolvidable beso) y no le quedó más remedio que volver a la calle, con la amarga sensación de la derrota.

Iban en silencio y Agnes estaba enfadada: ¿por qué no la había besado tranquilamente en medio de la calle? ¿Por qué en cambio la había llevado a un pasillo perdido donde había un retrete en el que habían defecado generaciones de viejos, feos y malolientes monjes? Su timidez le agradaba, porque era síntoma de que estaba perdidamente enamorado, pero aún en mayor medida la irritaba, porque era síntoma de su inmadurez; salir con un chico de su misma edad era para ella un descrédito: sólo le interesaban los mayores. Pero quizá precisamente porque en su fuero interno ella lo traicionaba y al mismo tiempo sabía que él la quería, una especie de sentido de la justicia la incitaba a ayudarle en sus esfuerzos amorosos, a apoyarlo, a librarlo de sus timideces infantiles. Decidió que, si él no había encontrado el valor, lo encontraría ella.

Él la acompañaba a casa y ella tenía previsto que, cuando llegasen a la puerta del jardín, lo abrazaría rápidamente y lo besaría y que él no podría moverse porque se quedaría paralizado. Pero en el último momento se le fueron las ganas, porque su cara no sólo estaba triste, sino además inaccesible y hasta enemistosa. Así que sólo se dieron la mano y ella se fue por el camino que conducía entre flores hasta la puerta de la casa. Sentía que el muchacho se había quedado inmóvil y que la miraba. Volvió a darle lástima, sintió hacia él la compasión de una hermana mayor y en ese momento hizo algo que no hubiera sospechado un segundo antes. Volvió mientras caminaba la cabeza hacia atrás, hacia él, sonrió y lanzó hacia arriba alegremente el brazo derecho, suave, acompasadamente, como si lanzara hacia arriba un balón de colores.

Ese momento en el que Agnes, de pronto, sin preparación previa, levantó la mano con un movimiento acompasado y suave, es mágico. ¿Cómo es posible que en una sola fracción de segundo y a la primera haya encontrado un movimiento del cuerpo y el brazo tan perfecto, pulido, parecido a una acabada obra de arte?

A casa del padre de Agnes solía ir entonces una señora de unos cuarenta años, secretaria de la facultad, para llevarle algunos papeles que debía firmar y recoger otros. A pesar de que el motivo de las visitas carecía de significado, iban acompañadas de una tensión secreta (la madre permanecía en silencio) que despertaba la curiosidad de Agnes. Cada vez que la secretaria estaba a punto de marcharse, Agnes corría a la ventana para observar disimuladamente. Una vez, cuando salía de la casa en dirección a la puerta del jardín (iba por tanto en dirección contraria a la que recorrería algo más tarde Agnes seguida por la mirada del infeliz compañero de colegio), se volvió, sonrió y levantó el brazo en un movimiento inesperado, suave y acompasado. Fue inolvidable: la acera sembrada de arena brillaba a la luz del sol como un arroyo de oro y a ambos lados de la puerta florecían dos jazmines. El gesto se dirigía hacia arriba como si quisiera mostrarle a ese rincón dorado de tierra la dirección en la que debía salir volando y como si los blancos jazmines hubieran empezado ya a transformarse en alas. Al padre no se le veía, pero por el gesto de la mujer se deducía que estaba en la puerta de la casa y la miraba.

Aquel gesto fue tan inesperado y bello que quedó en la memoria de Agnes como la huella de un relámpago; la invitaba a recorrer las distancias del espacio y el tiempo y despertaba en una muchacha de dieciséis años un deseo confuso e inmenso. Cuando necesitó decirle algo importante al chico y no encontró palabras para ello, el gesto despertó en ella y dijo en su lugar lo que ella misma no sabía decir.

No sé durante cuánto tiempo lo utilizó (o, mejor dicho, durante cuánto tiempo la utilizó el gesto a ella) pero es seguro que hasta el día en que se dio cuenta de que su hermana menor levantaba el brazo en el aire al despedirse de una amiguita. Cuando vio ese gesto realizado por su hermana, que desde la más tierna infancia la admiraba y la imitaba en todo, sintió una especie de indisposición: un gesto adulto no era apropiado para una niña de once años. Pero sobre todo pensó que aquel gesto estaba a disposición de todos y que, por lo tanto, no le pertenecía: en realidad cuando levantaba el brazo cometía un robo o una falsificación. Desde entonces empezó a dejar de hacer aquel gesto (no es fácil desacostumbrarse de un gesto que se ha acostumbrado a nosotros) y a desconfiar de todos los gestos. Trataba de limitarlos al mínimo imprescindible (decir con la cabeza «sí» o «no», señalar un objeto que su acompañante no ve), a aquellos que no fingen ser una manifestación original suya. Y así fue como el gesto que le había encantado en la secretaria del padre (y que me había encantado a mí al ver a la señora del bañador despedirse del instructor) se durmió por completo en ella.

Hasta que una vez despertó. Fue cuando se quedó, antes de la muerte de la madre, dos semanas en la casa con el padre enfermo. Cuando se despidió de él el último día, sabía que no se verían durante mucho tiempo. La madre no estaba en casa y el padre quería acompañarla hasta el coche, que estaba en la calle. Le prohibió salir más allá de la puerta de la casa y fue sola hacia la puerta del jardín por la arena dorada entre las flores. Se le hacía un nudo en la garganta y tenía un enorme deseo de decirle al padre algo hermoso que no pudiera expresarse con palabras y así, de pronto, ni siquiera supo cómo ocurrió, volvió la cabeza y con una sonrisa levantó el brazo, suave, acompasadamente, como si le dijera que le quedaba aún una larga vida y que aún se verían muchas veces. Un segundo después se acordó de la señora de cuarenta años que hacía veinticinco se había despedido del padre desde el mismo sitio del mismo modo. Se quedó excitada y confusa. Era como si de pronto, en un único instante, se hubieran encontrado dos tiempos distintos y alejados y, en un solo gesto, dos mujeres. Le vino a la cabeza la idea de que aquellas dos mujeres habían sido posiblemente las únicas a las que él había amado.