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El padre murió hace cinco años. La madre hace seis. Ya por entonces el padre estaba enfermo y todos esperaban su muerte. La madre, en cambio, estaba sana, llena de vida, y parecía predestinada a vivir muchos años de feliz viudez, de modo que el padre se quedó casi perplejo cuando inesperadamente murió ella y no él. Era como si temiese que todos se lo fueran a echar en cara. Todos, era la familia de la madre. Sus propios parientes estaban dispersos por todo el mundo y, a excepción de alguna prima lejana que vivía en Alemania, Agnes nunca conoció a ninguno de ellos. En cambio la familia de la madre vivía toda ella en la misma ciudad: las hermanas, los hermanos, los primos, las primas y una multitud de sobrinos y sobrinas. El padre de la madre había sido un campesino que vivía en una casa de madera en la montaña y sabía sacrificarse por sus hijos; todos pudieron estudiar y contraer matrimonio con personas acomodadas.

Al conocerlo, la madre se enamoró sin duda del padre, lo cual no era de extrañar, porque era un hombre guapo y a los treinta años ya era profesor universitario, profesión aún digna de respeto en aquella época. No sólo estaba contenta de tener un marido envidiable, sino que estaba aún más contenta de poder aportarlo como un regalo a su familia, a la que estaba vinculada por la tradición de la vieja solidaridad campesina. Pero como el padre no era muy sociable y cuando estaba rodeado de gente solía permanecer en silencio (nadie sabe si por timidez o porque pensaba en otras cosas, es decir si su silencio expresaba modestia o falta de interés), todos se quedaron más indecisos que felices con el regalo.

A medida que pasaba la vida y ambos envejecían, la madre fue atándose cada vez más a su familia, entre otras cosas porque el padre estaba eternamente encerrado en su despacho mientras ella sentía una imperiosa necesidad de hablar, de modo que pasaba horas hablando por teléfono con sus hermanas, hermanos, primas y sobrinas, participando cada vez más de sus preocupaciones. Cuando ahora Agnes piensa en ello, le parece que la vida de la madre fue como un círculo: salió de su medio, se adentró valientemente en otro mundo del todo diferente y después regresó de nuevo: vivía con el padre y dos hijas en una casa con jardín, y varias veces al año (navidades, cumpleaños) invitaba a todos sus parientes a grandes fiestas familiares; imaginaba que después de la muerte del padre (que se anunciaba desde hacía ya tiempo, de modo que todos lo miraban amablemente como a alguien a quien ya se le había acabado el período oficial de residencia planeado) irían a vivir con ella la hermana y la sobrina.

Pero murió la madre y el padre siguió viviendo. Cuando Agnes fue a verlo con su hermana Laura dos semanas después del entierro, lo encontraron sentado a la mesa con un montón de fotografías rotas. Laura las recogió y después empezó a gritar: «¡Cómo es que rompes las fotografías de mamá!».

Agnes también se inclinó para ver el desastre: no, no eran exclusivamente fotografías de la madre, en la mayoría estaba el padre solo, en algunas estaba con la madre y en otras estaba la madre sola. Al verse sorprendido por las hijas, el padre permaneció en silencio y no dio explicaciones. Agnes le chilló a su hermana: «¡No le grites a papá!», pero Laura siguió gritando. El padre se levantó, se marchó a la habitación de al lado y las dos hermanas discutieron como nunca lo habían hecho antes. Laura se fue al día siguiente a París y Agnes se quedó. Fue entonces cuando el padre le comunicó que había buscado un pequeño apartamento en el centro de la ciudad y había decidido vender la casa. Esa fue otra sorpresa. A todos les parecía que el padre era un hombre torpe, que había dejado las riendas de la vida práctica en manos de la madre. Todos pensaban que iba a ser incapaz de vivir sin la madre, no sólo porque sería incapaz de resolver lo que fuera, sino porque ni siquiera sabría lo que quería, ya que hacía tiempo que le había entregado también su voluntad. Pero cuando decidió cambiar de casa, de pronto, sin la menor vacilación, un par de días después de la muerte de ella, Agnes comprendió que estaba haciendo realidad algo en lo que pensaba desde hacía tiempo y que, por lo tanto, sabía bien lo que quería. Y aquello era aún más interesante porque ni siquiera él podía imaginar que iba a vivir más que la madre, de modo que no había podido pensar en el pequeño apartamento en la ciudad vieja como un proyecto real sino tan sólo como un sueño. Vivía con la madre en la casa, paseaba por el jardín, recibía las visitas de las hermanas y las primas de ella, ponía cara de escuchar lo que decían, pero mientras tanto en su imaginación vivía solo, en un apartamento de soltero; después de la muerte de la madre no hizo más que irse a vivir allí donde su espíritu llevaba tiempo viviendo.

Aquella fue la primera vez en que él se le apareció como un misterio. ¿Por qué había roto las fotografías? ¿Y por qué llevaba tanto tiempo soñando con un apartamento de soltero? ¿Y por qué no podía respetar el deseo de la madre de que a la casa fueran a vivir su hermana y su sobrina? Hubiera sido más práctico: seguro que se habrían ocupado de su enfermedad mejor que la enfermera que tendría que contratar. Cuando le preguntó por los motivos del cambio de casa, recibió una respuesta muy sencilla: «¿Y qué quieres que haga una persona sola en una casa tan grande?». Era imposible sugerirle que llevase a vivir consigo a la hermana de la madre y a su hija, porque resultaba evidente que no quería. Y entonces pensó que también el padre volvía, describiendo un círculo, al punto de partida. La madre: de la familia, pasando por el matrimonio, a la familia. Él: de la soledad, pasando por el matrimonio, a la soledad.

La primera vez que enfermó gravemente fue muchos años antes de la muerte de la madre. Aquella vez Agnes se había tomado dos semanas de vacaciones para poder estar a solas con él. Pero no lo consiguió, porque la madre no los dejó a solas ni un momento. En una ocasión fueron a verlo dos colegas de la universidad. Le hicieron muchas preguntas, pero en su lugar respondía la madre. Agnes no pudo contenerse: «¡Por favor, deja hablar a papá!». Se ofendió: «¿Es que no ves que está enfermo?». Cuando al cabo de aquellos catorce días su estado de salud mejoró un poquito, Agnes logró por fin ir dos veces de paseo con él. Pero la tercera vez ya fue la madre con ellos.

Un año después de la muerte de la madre, su enfermedad empeoró bruscamente. Agnes fue a verlo, estuvo con él tres días, al cuarto por la mañana murió. Por primera vez durante esos tres días pudo estar con él tal como siempre había deseado. Pensaba que ambos se habían querido pero no habían podido conocerse de verdad porque no habían tenido suficientes ocasiones de estar juntos a solas. Cuando más ocasiones tuvieron fue entre los ocho y los doce años de Agnes, porque su madre tenía que dedicarse a la pequeña Laura. En aquella época salían a dar largos paseos por el campo y él le respondía a un montón de preguntas. Fue entonces cuando le contó lo de la computadora divina y muchas otras cosas. De aquellas conversaciones sólo le quedaron frases sueltas, como añicos de platos de gran valor que, ya de mayor, intentaba reconstituir.

Con su muerte, terminó la dulce soledad compartida por los dos. Llegó el entierro y con él todos los parientes de la madre. Pero como la madre no estaba, nadie trató de organizar un banquete fúnebre y todos se despidieron rápidamente. Además, los parientes habían interpretado la venta de la casa y el traslado a un pequeño apartamento como un gesto de rechazo. Ahora sólo pensaban en que las dos hijas serían ricas porque la casa debía de tener un precio muy elevado. Pero el notario les dijo que el padre había dejado todo lo que tenía en el banco a la sociedad de matemáticos de la que era fundador. Aquello lo convirtió para ellos en un ser aún más ajeno de lo que había sido en vida. Era como si con su testamento les hubiera pedido que tuvieran la amabilidad de olvidarle.

Poco después de la muerte de él, Agnes comprobó que habían ingresado en su cuenta bancaria una gran cantidad de dinero. Lo comprendió todo. Aquel sujeto poco práctico que parecía haber sido su padre había actuado con gran astucia. Hacía ya diez años, cuando su vida estuvo en peligro por primera vez y ella había ido dos semanas a verlo, le hizo abrir una cuenta en Suiza, a la que poco antes de morir había traspasado casi todo su dinero, y lo poco que quedaba lo había dejado a la sociedad científica. Si le hubiera dejado todo a Agnes en su testamento, habría herido inútilmente a su otra hija; si hubiera traspasado discretamente todo el dinero a la cuenta de ella sin fijar una cantidad simbólica para los matemáticos, todos se habrían puesto a investigar, intrigados, qué había ocurrido con el dinero.

En un primer momento se dijo que debía repartir el dinero con su hermana. Agnes era ocho años mayor y nunca había podido librarse de una sensación de responsabilidad hacia su hermana. Pero finalmente no le dijo nada. No por avaricia, sino porque hubiera traicionado a su padre. Era evidente que con el regalo había querido decirle algo, indicarle algo, darle un consejo que no había tenido tiempo de transmitirle en vida y que ahora debía guardar como un secreto que sólo pertenecía a ellos dos.