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Estoy acostado en la cama en un dulce entresueño. Ya a las seis de la mañana, en un ligero primer despertar, llevo la mano hacia una pequeña radio que tengo junto a la almohada y aprieto el botón. Se oyen las primeras noticias de la mañana, apenas soy capaz de diferenciar las distintas palabras y vuelvo a dormirme, de modo que las frases de los locutores se convierten en sueños. Es el momento más hermoso del sueño, el instante más placentero del día: gracias a la radio soy consciente de que constantemente me duermo y me despierto de ese magnífico vaivén entre la vigilia y el sueño, que por sí mismo ya es causa suficiente para que el hombre no lamente haber nacido. ¿Es sólo un sueño o estoy de verdad en la ópera y veo a dos cantantes, vestidos de caballeros medievales, que cantan sobre el tiempo que va a hacer? ¿Cómo es que no cantan sobre el amor? Pero luego me doy cuenta de que son locutores, ya no cantan, sino que bromean y se interrumpen el uno al otro: «Será un día caluroso, pesado, con tormentas», dice el primero, y el segundo, con coquetería: «¿En serio?». La primera voz, con la misma coquetería, responde: «Mais oui. Perdona, Bernard. Pero es así. Habrá que soportarlo». Bernard ríe en voz alta y dice: «Es el castigo por nuestros pecados». Y la primera voz: «¿Y por qué tengo yo que sufrir por tus pecados, Bernard?». En ese momento Bernard se echa a reír mucho más aún, para que todos los oyentes se enteren de la clase de pecados de que se trata y yo lo comprendo: ese es nuestro único deseo profundo en la vida: ¡que todos nos consideren grandes pecadores! ¡Que nuestros vicios sean comparados con los chaparrones, las tormentas, los huracanes! Que cuando los franceses abran hoy el paraguas, se acuerden de la risa ambigua de Bernard y le tengan envidia. Le doy vueltas al botón hasta llegar a la emisora más cercana, porque quiero provocar, (en el sueño que se aproxima), imágenes más interesantes. En la emisora vecina una voz de mujer anuncia que el día será caluroso, pesado, con tormentas, y yo me alegro de que tengamos en Francia tantas emisoras de radio y de que en todas se diga, exactamente en el mismo momento, lo mismo acerca de lo mismo.

La unión armónica de la uniformidad y la libertad, ¿puede desear algo mejor la humanidad? Así que le doy vuelta de nuevo al botón hasta el sitio en el que Bernard exponía hace un momento sus pecados, pero en su lugar oigo otra voz que canta a un nuevo modelo de la marca Renault, le doy más vueltas y un grupo de voces femeninas elogia una liquidación de abrigos de piel, vuelvo a la emisora de Bernard, oigo los dos últimos compases del himno al coche Renault y enseguida habla el propio Bernard. Con voz cantarina que imita la melodía que acaba de sonar, anuncia que ha salido una nueva biografía de Hemingway, la número ciento veintisiete, pero que esta vez es verdaderamente muy importante, porque de ella se deduce que Hemingway no dijo en su vida ni una palabra que fuera cierta. Exageró el número de heridas que sufrió durante la primera guerra mundial y fingió ser un gran seductor, a pesar de que ya quedó demostrado en agosto de 1944 y luego, otra vez, a partir de julio de 1959, que fue totalmente impotente. «Oh, ¿de verdad?», sonríe la otra voz y Bernard responde con coquetería: «Mais oui…» y volvemos a estar todos en la escena de la ópera, está con nosotros incluso el impotente Hemingway y luego de pronto una voz muy seria habla del proceso legal que en las últimas semanas inquieta a toda Francia: durante una operación completamente sencilla una paciente murió por culpa de una anestesia mal aplicada. En relación con el caso, la organización destinada a defender a los que llama «consumidores» propone que todas las operaciones sean en adelante filmadas y archivadas. Sólo así, afirma la «organización para la defensa de los consumidores», es posible garantizarle al francés que muera en un quirófano que el tribunal se hará cargo de la correspondiente venganza. Después vuelvo a dormirme.

Cuando desperté ya eran casi las ocho y media y me imaginé a Agnes. Está acostada como yo en una cama ancha. El lado derecho está vacío. ¿Quién será su marido? Seguramente alguien que sale temprano de casa el sábado por la mañana. Por eso está sola y va y viene suavemente entre el despertar y el sueño.

Después se levanta. Frente a ella sobre una larga pata, como una cigüeña, está el televisor. Le echa por encima su camisón, que cubre la pantalla como un telón de flecos blancos. Ahora está de pie justo al lado de la cama y la veo por primera vez desnuda, a Agnes, la heroína de mi novela. No soy capaz de apartar los ojos de esa hermosa mujer y ella, como si sintiera mi mirada, corre a vestirse a la habitación contigua.

¿Quién es Agnes?

Al igual que Eva provino de la costilla de Adán, al igual que Venus nació de la espuma del mar, Agnes surgió del gesto de esa señora de sesenta años que levantaba el brazo para despedirse en la piscina del instructor y cuyos rasgos ya se diluyen en mi memoria. Ese gesto despertó entonces en mí una enorme e incomprensible nostalgia y de la nostalgia surgió la figura de la mujer a la que llamo Agnes.

¿Pero no se define al hombre, y quizá más aún al personaje de una novela, como un ser único, irrepetible? ¿Cómo es posible entonces que el gesto que vi en el hombre A, que estaba unido a él, que lo caracterizaba, que constituía su encanto personal, sea al mismo tiempo la esencia del hombre B y de mis sueños sobre él? Esto merece una reflexión:

Si a partir del momento en que apareció en el planeta el primer hombre pasaron por la tierra unos ochenta mil millones de personas, resulta difícil suponer que cada una de ellas tuviera su propio repertorio de gestos. Desde un punto de vista aritmético esto es sencillamente imposible. No hay la menor duda de que en el mundo hay muchos menos gestos que individuos. Esta comprobación nos lleva a una conclusión sorprendente: el gesto es más individual que el individuo. Podríamos decirlo en forma de proverbio: mucha gente, pocos gestos.

Dije al comienzo, cuando hablé de la señora de la piscina, que «una especie de esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al descubierto con aquel gesto y me deslumbró». Sí, así lo entendí en aquel momento, pero me equivocaba. El gesto no descubrió en aquella señora esencia alguna, más bien podría decirse que aquella señora me dio a conocer el encanto de un gesto. Y es que el gesto no puede ser considerado como una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que sólo a él le corresponda), ni siquiera puede ser considerado como su instrumento; por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones.

Agnes ya se había vestido y salió a la antesala. Allí se detuvo un momento a escuchar. Desde la habitación contigua llegaban unos sonidos confusos de los que dedujo que su hija acababa de levantarse. Como si quisiera evitar el encuentro, apuró el paso y salió al pasillo. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. El ascensor, en lugar de ponerse en marcha, empezó a temblar, sin moverse de su sitio, como un hombre afectado por el baile de san Vito. Aquella no era la primera vez que el ascensor la había sorprendido con sus estados de ánimo. Una vez empezó a subir cuando ella quería bajar, otra vez no quiso abrir las puertas y la mantuvo presa durante media hora. Tenía la sensación de que quería decirle algo, comunicarle algo con sus burdos medios de animal mudo. Ya se había quejado varias veces de él a la portera, pero como con los demás inquilinos se comportaba correcta y normalmente, la portera consideraba el contencioso de Agnes con el ascensor como una cuestión privada de ella y no le prestaba atención. Agnes no tuvo esta vez más remedio que bajar del ascensor e ir a pie por la escalera. En cuanto salió y se cerraron las puertas, el ascensor se tranquilizó y bajó tras ella.

El sábado era siempre para Agnes el día más fatigoso. Paul, su marido, se iba antes de las siete y se quedaba a comer con alguno de sus amigos, mientras ella empleaba el día libre para hacer frente a las mil obligaciones pendientes, mucho más desagradables que las de su trabajo: tenía que ir a correos y pasarse media hora en una cola, comprar en el supermercado, donde discutía con la dependienta y perdía el tiempo esperando el turno para pagar, llamar al fontanero y rogarle que viniera a la hora establecida para que ella no tuviera que quedarse todo el día en casa por su culpa. Mientras tanto trataba de encontrar un momento para descansar en la sauna, a la que no tenía tiempo de ir durante la semana; y se pasaba siempre el final de la tarde con el aspirador y un trapo, porque la asistenta que iba los viernes era cada vez más descuidada.

Pero este sábado era distinto a otros sábados: hacía precisamente cinco años que había muerto su padre. Ante sus ojos volvió a desarrollarse una escena: el padre está sentado, con la cabeza inclinada sobre un montón de fotografías rotas, y la hermana de Agnes le grita: «¡Cómo puedes romper las fotografías de mamá!». Agnes defiende al padre y las dos hermanas discuten llenas de repentino odio.

Subió al coche que estaba aparcado delante de la casa.