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El cortejo se ha puesto en marcha. Un caballo tira del carro fúnebre. Detrás del carro va la señora Wolker y ve que de la tapa negra sale la esquina de una almohada blanca; ese trozo de almohada que ha quedado afuera es como un reproche de que la última cama de su hijo (ay, tiene veinticuatro años) está mal hecha; siente un deseo irrefrenable de colocar bien la almohada que está debajo de su cabeza.

El ataúd ya está en la iglesia rodeado de coronas. La abuela, que ha sufrido una hemiplejía, tiene que levantarse el párpado con un dedo para poder ver. Inspecciona el féretro, observa las coronas; en una de ellas hay una cinta con el nombre de Martynov. «Tiradla», ordena. Su viejo ojo, cuyo párpado paralizado tiene que ser sostenido con un dedo, vigila fielmente el último camino de Lermontov, que tiene veintiséis años.