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La habitación volvía a estar a oscuras. No se oía ni se veía nada. Y tampoco había nada en su mente: ni rabia, ni lástima, ni humillación; en su mente sólo había un frío espantoso.

Y entonces ya no pudo aguantar más; abrió la puerta acristalada y entró; no quería ver nada, no miró ni a derecha ni a izquierda y atravesó rápidamente la habitación.

En el pasillo estaba encendida la luz. Bajó por la escalera y abrió la puerta de la habitación en la que había dejado su chaqueta; estaba a oscuras, tan sólo una leve claridad que penetraba desde la antesala iluminaba apenas a algunas personas que dormían respirando profundamente. Seguía temblando de frío. Buscó a ciegas su chaqueta en los respaldos de las sillas pero no podía encontrarla. Estornudó; uno de los durmientes se despertó y le gritó que se callase.

Salió a la antesala. Allí estaba colgado su abrigo. Se lo puso por encima de la camisa, se encasquetó el sombrero y salió corriendo del edificio.