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Todos los revolucionarios aman las llamas. También Percy Bysshe Shelley soñó con morir en la hoguera. Los amantes de uno de sus grandes poemas murieron juntos entre las llamas.

Shelley reflejó en la imagen de éstos a su mujer y a sí mismo y sin embargo murió ahogado entre las olas. Por eso fue que sus amigos, como si quisiesen enmendar este error semántico de la muerte, levantaron junto a la orilla del mar una gran hoguera y quemaron allí su cuerpo mordido por los peces.

Pero ¿es que la muerte también quiere reírse de Jaromil mandándole en lugar del ardor la helada?

Porque Jaromil quiere morir; la idea del suicidio lo atrae como el canto del ruiseñor. Sabe que está resfriado, sabe que se va a enfermar, pero no regresa a la habitación, no puede soportar esa humillación. Sabe que sólo el regazo de la muerte puede consolarlo, ese regazo que ha de llenar con todo su cuerpo y su alma y en el cual será inmensamente grande; sabe que sólo la muerte puede vengarlo y acusar de asesinato a quienes se ríen de él.

Se le ocurre acostarse frente a la puerta y dejarse asar por el frío desde abajo para facilitar su trabajo a la muerte. Se sentó en el suelo; el cemento estaba tan frío que al cabo de un rato ya no sentía su propio trasero; quiso acostarse, pero no tuvo el valor de apoyar la espalda sobre el suelo helado y volvió a incorporarse.

La helada lo envolvía por completo, estaba dentro de sus zapatos finos, debajo de los pantalones y del calzoncillo, le metía desde arriba la mano por detrás de la camisa. Le castañeteaban los dientes, le dolía la garganta, no podía tragar, estornudaba y tenía ganas de orinar. Se desabrochó el pantalón con los dedos ateridos; meó en el suelo delante de sí y vio que la mano con la que sujetaba el miembro temblaba de frío.