Se oyó un disparo, Jaromil se llevó la mano al corazón y Lermontov cayó sobre el duro cemento del balcón.
Lleva el uniforme de gala de oficial zarista y se levanta del suelo. Está catastróficamente solo. No está aquí la historiografía literaria con sus bálsamos para dar un sentido elevado a su caída. No hay aquí ninguna pistola, cuyo disparo pueda hacer desaparecer su pueril humillación. Sólo está la risa que llega a través de la ventana y lo deshonra para siempre.
Se acerca a la balaustrada y mira hacia abajo. Pero el balcón no tiene la altura suficiente para que pueda estar seguro de matarse si salta. Hace frío, se le hielan las orejas, se le hielan las piernas, pasea de un lado al otro y no sabe qué hacer. Le horroriza pensar que puedan abrirse las puercas del balcón y aparecer los rostros de quienes se ríen de él. Está atrapado. Ha caído en el cepo de la farsa.
Lermontov no tiene miedo a la muerte, pero teme al ridículo. Querría tirarse del balcón, pero no se tira porque sabe que si el suicidio es trágico, el suicidio fallido es ridículo.
Pero ¿qué ocurre, qué ocurre? ¿Qué frase extraña ha sido ésa? ¡Si el suicidio, resulte o no resulte, es exactamente el mismo tipo de acción, tiene los mismos móviles y requiere idéntico coraje! ¿Qué es entonces lo que diferencia a lo trágico de lo ridículo? ¿Es sólo la casualidad del éxito?
¿Qué es lo que diferencia a la grandeza de la pequeñez? ¡Dínoslo, Lermontov! ¿Es sólo el decorado? ¿La pistola o el puntapié? ¿Son sólo las bambalinas que la Historia impone a las historias humanas?
¡Basta! Quien está en el balcón es Jaromil, con su camisa blanca, la corbata suelta y temblando de frío.