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Sintió que el lodo de la vergüenza corría por su cara y se dio cuenta de que no podría permanecer ni un minuto más con la cara manchada de esa forma. En vano tratan de calmarlo, en vano lo consuelan.

—Es inútil que intenten reconciliarnos —dijo—: Hay cosas que no se pueden reconciliar. —Y entonces se levantó y se dirigió excitado al hombre de treinta años—: Personalmente, lamento que el pintor trabaje de peón y que pinte con luz artificial. Pero desde un punto de vista objetivo, da lo mismo que pinte a la luz de una vela o que no pinte en absoluto. El mundo de sus cuadros ha muerto hace mucho tiempo. ¡La vida real está en otra parte! ¡En otra parte completamente distinta! Y ése es el motivo por el que no voy a casa del pintor. No me divierte discutir con él problemas que no existen. Que lo pase lo mejor que pueda. No tengo nada contra los muertos. Que en paz descansen. Y a ti te digo lo mismo —se dirigió al hombre de treinta años—, descansa en paz. Estás muerto y ni siquiera lo sabes.

El hombre de treinta años también se levantó y dijo:

—Sería interesante ver el resultado de un combate entre un cadáver y un poeta.

A Jaromil se le subió la sangre a la cabeza.

—Muy bien, podemos hacer la prueba —dijo, y lanzó un puñetazo hacia el hombre de treinta años, pero éste interceptó su mano, de un tirón lo obligó a ponerse de espaldas, lo agarró con la derecha del cuello de la camisa, con la izquierda del fondillo de los pantalones y lo levantó.

—¿Adónde debo llevar al señor poeta? —preguntó.

Los chicos y las chicas que hacía un rato habían intentado reconciliar a los dos contendientes no aguantaron la risa; el hombre de treinta años cruzó la habitación zarandeando a Jaromil que, en las alturas, se retorcía como un desesperado, tierno pececillo. Finalmente lo llevó hasta la puerta del balcón. La abrió, puso al poeta sobre el umbral y le dio un puntapié.