Estuvo acariciando su cara durante largo rato en silencio y luego (la habitación ya estaba a oscuras) la invitó a que le ayudara a hacer la cama; se acostaron juntos en su anchísima cama y él le habló con voz apagada y reconfortante, como hacía años que no hablaba con nadie.
El deseo de amor corporal había desaparecido totalmente, pero la simpatía, profunda e imposible de acallar, seguía presente y reclamaba lo que era suyo; el cuarentón encendió la lámpara y volvió a mirar a la chica.
Estaba acostada, crispada y miraba al techo. ¿Qué le habría pasado? ¿Le habrían pegado? ¿Amenazado? ¿Torturado?
No lo sabía. La muchacha permanecía callada y él acariciaba su pelo, su frente, su cara.
La acarició hasta ver que de sus ojos huía el terror.
La acarició hasta que sus ojos se cerraron.