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Incapaz de detenerlo únicamente con palabras, se arrancó de sus brazos y huyó a un rincón de la habitación.

—¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre? —le preguntó.

Se arrimó a la pared sin decir palabra.

Se acercó a ella y acarició su cara:

—No me tengas miedo, no tengas miedo de mí. Dime lo que te ocurre. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué ha pasado contigo?

Permaneció de pie, callada, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Y delante de sus ojos volvieron a aparecer los caballos que pasaban junto a la puerta de la prisión, unos caballos altos y fuertes unidos a sus jinetes formando cuerpos dobles y arrogantes. Era tan inferior a ellos, estaba tan por debajo de aquella perfección animal, que deseaba confundirse con alguna de las cosas que había por allí cerca; con el tronco de un árbol o con la pared, para poder esconderse en su materia inerte.

—¿Qué te ocurre? —siguió insistiendo.

—Qué lástima que no seas una viejecita o un viejecito —dijo finalmente ella.

Y luego una vez más:

—No debí haber venido aquí, porque no eres ni una viejecita ni un viejecito.