Desde que murió su mujer, de quien había estado enamorado, no le gustaban las lágrimas femeninas; les tenía el mismo terror que sentía por que las mujeres pudieran hacerlo parte de sus propios dramas; veía en las lágrimas tentáculos que pretendían aprisionarlo y arrancarlo de su idílico no-destino, y le repugnaban.
Y por eso se sorprendió al sentir en la palma de la mano aquella humedad a la que no amaba. Pero lo que más le sorprendió fue que en esta ocasión no era capaz de evitar su melancólico efecto; y es que sabía que esta vez no eran lágrimas de amor, no estaban destinadas a él, no eran una trampa, ni una extorsión, ni una escena teatral; sabía que simplemente estaban ahí, sin otro objetivo, y que brotaban de la chica como suele brotar del hombre, calladamente, su alegría o su tristeza. Estaba indefenso ante su inocencia y le penetraban hasta el fondo del alma.
Pensó en que desde que conocía a aquella muchacha nunca se habían hecho daño el uno al otro; que siempre habían tratado de complacerse mutuamente, que siempre se habían regalado el uno al otro un rato de satisfacción sin pretender nada más; que no tenían nada que echarse en cara. Y lo que le producía una satisfacción especial era que cuando la habían detenido él había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvarla.
Se acercó a la chica y la levantó del sillón. Secó con sus dedos las lágrimas de su cara y la abrazó con ternura.