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En la mesa ya sólo quedaban los platos vacíos con algunas migas, la botella estaba mediada y ella hablaba (libremente y sin patetismo) de la cárcel, de las compañeras de prisión, de los carceleros y, como era su costumbre, se enzarzaba en detalles que le parecían interesantes y que ella reunía en un discurso que, aunque no tenía la menor coordinación lógica, resultaba agradable.

Y sin embargo, la charlatanería de hoy era distinta de la de antes; antes, siempre se dirigía ingenuamente al meollo de la cuestión, mientras esta vez, ésa era, al menos, la impresión que le producía al cuarentón, sus palabras le servían para evitar la esencia de la cuestión.

¿Pero cuál era la esencia de la cuestión? El cuarentón se dio cuenta de inmediato y le preguntó:

—¿Y qué pasó con tu hermano?

La chiquilla dijo:

—No sé…

—¿Lo soltaron?

—No…

Y sólo en ese momento se dio cuenta el cuarentón de por qué la chica se había escapado de la estación y de por qué le daba tanto miedo ir a su casa; y es que no era solamente una víctima inocente, sino también la culpable de la desgracia del hermano y de toda la familia; no era difícil imaginar los medios que habrían empleado para obligarla a confesar y cómo ella, intentando salvarse se habría enredado en nuevas y cada vez más sospechosas mentiras ¿cómo iba a poder explicarle ahora a nadie que había sido ella la que había acusado a su hermano de un crimen inexistente, que había sido un joven de quien nada se sabía y que ya ni siquiera existía?

La chiquilla seguía callada y al cuarentón lo invadió una ola de compasión:

—No vuelvas hoy a casa. Tienes tiempo de sobra volver. Es preciso que reflexiones. Si quieres puedes quedarte en mi casa.

Luego se inclinó sobre ella y puso la mano sobre su cara; no la acarició, sólo mantuvo su mano suavemente durante mucho tiempo apoyada sobre su cara.

Había tanta amabilidad en aquel gesto que a la chica le empezaron a caer las lágrimas.