Se fueron los dos a la cocina, cortaron rebanadas de pan, le pusieron mantequilla y lonchas de jamón y salchichón; abrieron una lata de sardinas; encontraron una botella de vino y sacaron dos vasos del aparador.
Siempre hacían lo mismo cuando visitaba al cuarentón. Le producía una sensación reconfortante ver que esta parcela de vida estereotipada seguía allí esperándola, idéntica, intacta, sin que le causara ningún problema reintegrarse a ella; en ese momento le pareció que aquélla había sido la mejor parte de su vida.
¿La mejor? ¿Por qué?
Porque era la parte más segura. Aquel hombre había sido siempre amable con ella y nunca le había exigido nada; no se sentía culpable delante de él, no la ataba ninguna obligación; con él siempre se sentía segura, tan segura como puede sentirse la persona que se encuentra por un momento fuera del alcance de su propio destino; se sentía tan segura como se siente seguro el personaje de un drama cuando cae el telón al acabar el primer acto y empieza la pausa; los demás personajes dejan también a un lado sus máscaras y debajo de ellas hay personas que charlan despreocupadamente.
El cuarentón se sentía desde hacía ya mucho tiempo fuera de su drama vital: al comienzo de la guerra había huido a Inglaterra con su joven esposa, había luchado contra los alemanes en la aviación inglesa y había perdido a su mujer durante los bombardeos de Londres; luego regresó y se incorporó al ejército y en la misma época en que Jaromil se había decidido a estudiar ciencias políticas, sus superiores habían decidido que durante la guerra se había comprometido demasiado con la Inglaterra capitalista y que no ofrecía la confianza necesaria para el ejército socialista. Y así se encontró en medio de una nave industrial, de espaldas a la historia y a sus dramáticas representaciones, de espaldas a su propio destino, concentrado en sí mismo, en sus irrelevantes diversiones y en sus libros.
Hacía tres años la chiquilla había venido a despedirse de él, porque él le ofrecía una simple pausa, mientras que el joven le prometía su vida. Y ahora estaba sentada frente a él, masticaba el pan y el jamón, bebía el vino y se mostraba extraordinariamente feliz de que el cuarentón le ofreciera una pausa que se iba extendiendo dentro de ella con su silencio placentero.
De repente, se sintió más libre y comenzó a hablar.