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Eso no lo había sabido la chica; a través de la distancia llegaron hasta ella las palabras patéticas de un joven al que le gustaba colocar al mismo nivel el amor y la muerte.

—¿Se mató? —preguntó con voz apagada, dispuesta repentinamente a perdonarlo todo.

El cuarentón se sonrió:

—Qué va, simplemente se enfermó y murió. Su madre se mudó de casa. Ya no queda en aquella casa ni rastro de él. Únicamente en el cementerio hay una gran lápida negra. Parece la tumba de un gran escritor. Su madre hizo que pusieran una inscripción: Aquí yace el poeta… Y debajo de su nombre grabaron aquel epitafio que me diste una vez: el que decía que le gustaría morir entre las llamas.

Volvieron a permanecer en silencio; la chica estaba pensando que el joven no se había quitado la vida sino que, vulgarmente, había muerto; hasta la muerte de él le había vuelto la espalda. No, al salir de la cárcel había decidido no verlo nunca más, pero no había pensado en la posibilidad de que él ya no existiera. Porque al no existir él ya no existía ni siquiera la causa de sus tres años de prisión y todo se había convertido en una pesadilla, en un contrasentido, en algo irreal.

—¿Sabes qué? —le dijo—. Vamos a preparar la cena, ven a ayudarme.