No mentía. Era una de esas almas excepcionales que no distinguen entre lo que es y lo que debe ser y consideran al deseo ético como realidad. Claro que se acordaba de lo que había dicho al cuarentón; pero también sabía que no debía haberlo dicho y por eso ahora le negaba al recuerdo su derecho a la existencia real.
Pero lo recordaba perfectamente, cómo no lo iba a recordar: había estado en casa del cuarentón más tiempo de lo debido y había llegado tarde a la cita. El joven estaba mortalmente ofendido y ella pensó que sólo una excusa mortalmente seria podía hacer que se reconciliaran. Inventó entonces que su hermano se iba a escapar al extranjero y que se había estado despidiendo de él. No se le había pasado por la imaginación que el joven pudiera presionarla para que lo denunciase.
Por eso, al día siguiente, al salir del trabajo, corrió nuevamente a casa del cuarentón a pedirle consejo; el cuarentón estuvo atento y amable con ella; le propuso mantener el engaño y convencer al joven de que su hermano, luego de una dramática escena, le había jurado que no emigraría. Inventó para ella, con todo detalle, la escena en la que convencía al hermano de que no intentara cruzar ilegalmente la frontera y le aconsejó la forma de sugerirle al joven que se había convertido indirectamente en el salvador de su familia, porque sin su influencia y su intervención tal vez el hermano ya hubiera sido detenido en la frontera o incluso lo hubieran podido matar los guardias.
—¿Y cómo resultó aquella conversación tuya con el joven? —le preguntó ahora.
—No hablé con él. Me detuvieron precisamente cuando volvía de tu casa. Me estaban esperando delante de la puerta.
—Así que ya nunca volviste a hablar con él.
—No.
—Pero seguro que te contaron lo que le pasó…
—No…
—¿Entonces tú no sabes nada? —se asombró el cuarentón.
—No sé nada —dijo la chica alzando los hombros sin mayor curiosidad, como si quisiera decir que no tenía interés en enterarse de nada.
—Murió —dijo el cuarentón—, murió poco tiempo después de que te detuvieran a ti.