—¿Caballos? ¿Qué caballos?
Había salido de la cárcel de madrugada y junto a ella pasaron en aquel preciso momento los jinetes de un club de equitación. Iban sentados, derechos y rígidos, como si formaran un solo cuerpo con los animales, altos y sobrehumanos. La chica sintió que se hallaba muy por debajo de ellos, pequeña e insignificante. Encima de ella se oían bufidos y risas y ella se arrimó al muro.
—Y después, ¿adónde fuiste?
Había ido hasta la terminal del tranvía. Era de mañana y el sol ya había empezado a calentar; llevaba aquel abrigo grueso y le daban vergüenza las miradas de los demás. Tenía miedo de que en la estación del tranvía pudiera haber mucha gente y de que todos se fijaran en ella. Pero por suerte en el andén sólo aguardaba una vieja. Fue un alivio, como un bálsamo, que sólo hubiera una vieja.
—¿Y en seguida pensaste en venir a verme?
Su obligación habría sido ir a su casa, a ver a sus padres. Ya se encontraba en la estación, ya estaba en la cola de los billetes, pero cuando le iba a tocar el turno, se escapó. Le angustiaba la idea de ir a casa. Luego le entró hambre y se compró un bocadillo de salchichón. Se sentó en el parque a esperar que fueran las cuatro y el cuarentón volviera del trabajo.
—Estoy satisfecho de que hayas venido primero a verme a mí, eres muy amable por haber venido —dijo—. ¿Te acuerdas —dijo tras un momento— de que habías dicho que ya nunca en la vida vendrías a verme?
—¡Eso no es verdad! —dijo la chica.
—Es verdad —sonrió él.
—No, no es verdad.