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Habían pasado unos tres años desde la última vez que la vio y unos cinco desde que la había visto por primera vez. Había tenido mujeres mucho más bellas, pero aquella chiquilla poseía varias virtudes excepcionales: cuando la conoció tenía apenas diecisiete años, era graciosamente espontánea, tenía talento erótico y sabía adaptarse: con sólo mirarlo adivinaba sus preferencias; al cabo de un cuarto de hora ya se había dado cuenta, sin que hubiera tenido que explicárselo, de que no debía hablar de sentimientos con él, venía a verlo, obediente, sólo cuando la invitaba (apenas una vez al mes).

El cuarentón no ocultaba que le gustaban las mujeres lesbianas; en una oportunidad, en medio de un éxtasis amoroso, ella le contó al oído que se había metido por sorpresa, en el balneario, en la cabina de una mujer y había hecho el amor con ella; la historia le había gustado mucho al cuarentón y más tarde, cuando comprendió lo poco probable que era la veracidad del relato, lo emocionó más aún el interés que la chica ponía en adaptarse a sus gustos. Además, la chica no se limitaba a sus invenciones, disfrutaba presentándole a sus amigas y se convirtió así en inspiradora y organizadora de muchas diversiones eróticas.

Comprendió que el cuarentón no sólo no exigía fidelidad, sino que se sentía más seguro si sus amigas tenían algún noviazgo serio. Por eso le hablaba con inocente indiscreción de sus relaciones pasadas y actuales, lo cual le resultaba al cuarentón interesante y divertido.

Ahora está sentada frente a él en el sillón (el cuarentón estaba ya vestido con un suéter y un pantalón ligero) y dice: «Cuando salía de la cárcel vinieron hacia mí unos caballos».