Junto a la puerta había una chica con abrigo de invierno.
La reconoció inmediatamente y se sorprendió tanto que ni se dio cuenta de lo que decía.
—Me soltaron —le dijo.
—¿Cuándo?
—Hoy por la mañana. Estuve esperando a que volvieras del trabajo.
Le ayudó a quitarse el abrigo; era un abrigo pesado y raído de color marrón. Lo puso en una percha y lo colgó; la chica llevaba un vestido que el cuarentón conocía perfectamente; la última vez que la había visto vestía de igual forma, sí, con el mismo vestido y el mismo abrigo, y le pareció como si en aquella tarde de primavera hubiera irrumpido un viejo día de invierno de hacía ya tres años.
También a la chica le sorprendió que la habitación estuviera igual, mientras en su vida tantas cosas habían cambiado.
—Todo está como estaba —dijo.
—Sí, todo está tal como estaba —asintió él y le ofreció el sillón en el que ella solía sentarse; empezó a hacerle una pregunta tras otra—: ¿Tienes hambre? ¿De veras has comido? ¿Cuándo comiste? ¿Y adónde piensas ir? ¿Vas a ir a tu casa?
Le contestó que debía haber ido a casa, que ya estaba en la estación, pero que se había dado media vuelta y había venido a verlo.
—Espera, voy a vestirme —se dio cuenta de que iba en albornoz; fue a la antesala y cerró la puerta; antes de empezar a vestirse, levantó el teléfono; marcó un número y cuando contestó una voz de mujer le dijo que aquel día no podría verla.
No tenía ningún compromiso con la chica que estaba sentada en la habitación; sin embargo, no quería que oyera la conversación y hablaba en voz baja. Observaba, mientras tanto, el pesado abrigo de invierno que colgaba del perchero y llenaba la habitación de una música nostálgica.