Imaginemos el pabellón de la novela como un piso de soltero: una antesala, en ella un armario empotrado, con las puertas descuidadamente abiertas de par en par, un cuarto de baño con una bañera amorosamente limpia, una cocina con cacharros sin fregar y una habitación; en la habitación una cama amplia, frente a ella un gran espejo, recorre de un lado a otro de la pared la biblioteca, cuelgan dos cuadros de las paredes blancas (reproducciones de pinturas y estatuas antiguas), una mesa alargada con dos sillones y una ventana con vistas al patio interior, a las chimeneas y a los tejados.
Al atardecer, el dueño del apartamento regresa a casa; abre el maletín y saca un mono azul arrugado, lo cuelga en el armario; luego va a la habitación y abre la ventana de par en par; es un día soleado de primavera, en la habitación penetra una suave brisa y él va al cuarto de baño, abre el grifo del agua caliente y se desnuda; mira su cuerpo con satisfacción; es un hombre de cuarenta años pero desde que trabaja manualmente se siente en buena forma; tiene la mente más ágil y los brazos más fuertes.
Está ya en la bañera; ha colocado una tabla atravesada, de modo que le sirve de mesa; tiene delante varios libros (¡esa curiosa preferencia por los autores antiguos!), deja que el agua caliente su cuerpo y empieza a leer uno.
Suena el timbre. Primero un timbrazo corto, luego dos largos y después de un momento, otro corto.
No le gustaba que lo interrumpieran visitas inoportunas y por eso solía ponerse de acuerdo con sus amantes y amigos en un sistema de señales por las que sabía de antemano quién llamaba. Pero ¿de quién era aquella señal?
Pensó que se estaba volviendo viejo e iba perdiendo la memoria.
—¡Un momento! —exclamó; salió de la bañera, se secó sin darse prisa, se puso la bata y fue a abrir la puerta.