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El capítulo primero de nuestro relato comprendía quince años de la vida de Jaromil, mientras que el capítulo quinto, aunque mucho más largo, apenas un año. El tiempo transcurre en este libro a ritmo contrario que la vida real: se hace cada vez más lento; ello se debe a que contemplamos la historia de Jaromil desde la atalaya que hemos levantado en el punto de su muerte. Su infancia es para nosotros una distancia en la que se confunden los meses y los años; desde aquellos nebulosos horizontes fue andando junto a su mamá hasta la atalaya en cuyas proximidades ya todo es visible, como en los primeros planos de los cuadros antiguos, en los que de los árboles se distingue cada hoja y de la hoja las más sutiles nervaduras.

Del mismo modo que nuestra vida está determinada por la profesión y el matrimonio que hemos elegido, nuestra novela está limitada por la visión que hay desde la atalaya, desde donde sólo se ve a Jaromil y a su madre, mientras a las demás figuras únicamente podemos contemplarlas cuando aparecen en presencia de ambos protagonistas. Hemos elegido este modo como vosotros habéis elegido vuestro destino y nuestra elección es tan irremediable como la vuestra.

Pero todo hombre siente añoranza por no haber podido vivir otras vidas más que esa única; a vosotros os gustaría también poder vivir todas vuestras posibilidades no realizadas, todas vuestras vidas posibles. (¡Ay, el inalcanzable Xavier!). Nuestra novela es como vosotros. Ella también desea convertirse en otras novelas, en aquéllas que hubiera podido ser y no ha sido.

Por eso siempre soñamos con otras posibilidades y con otros puntos de observación posibles y que no hemos levantado. ¿Qué hubiera ocurrido si lo hubiéramos erigido en la vida del pintor, en la vida del hijo del conserje o en la vida de la pelirroja? ¿Qué es lo que sabemos de ellos? Poco más que el pobre Jaromil, que en realidad nunca supo nada de nadie. ¿Cómo sería la novela si prestara atención primordial a la carrera del reprimido hijo del conserje en la que apareciera, como un simple episodio, una o dos veces, el antiguo compañero de colegio-poeta?

¿O si nos dedicáramos a la historia del pintor y pudiéramos por fin averiguar qué era lo que pensaba sobre su amante a quien dibujaba con un pincel sobre el vientre?

Pero si el hombre no puede saltar fuera de su vida, ¿no es la novela, a pesar de todo, mucho más libre? ¿Qué pasaría si rápidamente y en secreto derribáramos la atalaya y la trasladáramos, al menos por un momento, a algún otro sitio? Por ejemplo, ¡mucho más allá de la muerte de Jaromil! Incluso, hasta nuestros días, en que ya nadie, nadie (hace algunos años que murió también su mamá) se acuerda del nombre de Jaromil…