En la portería entregó su documento de identidad (requisito imprescindible si se quiere entrar en el gran edificio donde está el Cuerpo de Seguridad del Estado) y subió por las escaleras. ¡Fijaos en él cómo camina, con qué atención da cada uno de sus pasos! Va como si soportara sobre sus espaldas todo su destino; va por la escalera como si no subiese exclusivamente al piso alto del edificio, sino también al piso alto de su propia vida, desde el cual va a ver lo que aún no había visto.
Todo le salía bien; cuando entró en la oficina se topó con la cara de su antiguo compañero y era la cara de un amigo; lo miraba sonriendo alegremente; estaba agradablemente sorprendida; estaba contenta.
El hijo del conserje afirmó que era muy feliz de que Jaromil hubiera venido a visitarlo y en el alma de Jaromil se extendió una agradable sensación de felicidad. Se sentó en la silla que se le ofreció y por primera vez en su vida sintió que estaba allí frente a su antiguo compañero como un hombre frente a otro hombre, de igual a igual, de fuerte a fuerte.
Permanecieron un rato charlando de cualquier cosa, como suelen hacer los amigos, pero la charla era para Jaromil sólo una deliciosa obertura en la que disfrutaba impaciente, esperando que se levantara el telón.
—Quiero decirte algo muy importante —dijo luego con voz severa—. Sé de alguien que en las próximas horas intentará cruzar la frontera. Tenemos que hacer algo.
El hijo del conserje se puso alerta y le hizo algunas preguntas a Jaromil. Jarornil le respondió con rapidez y exactitud.
—Ésa es una cosa muy seria —dijo entonces el hijo del conserje—, eso no lo puedo resolver yo solo.
Condujo a Jaromil por un largo pasillo hasta otra oficina en donde lo presentó a un hombre de edad, vestido de civil; lo presentó como amigo suyo, de modo que aquel hombre también le sonrió amistosamente; llamaron a una mecanógrafa y levantaron acta; Jaromil tuvo que dar todos los detalles exactos; cómo se llama su amiga; dónde está empleada; la edad que tiene; de dónde la conoce; cómo es la familia de ella; dónde trabaja su padre, sus hermanos, sus hermanas; cuándo le ha contado lo de los preparativos de la huida del hermano; quién es el hermano; qué sabe Jaromil de él.
Jaromil sabía muchas cosas, la chica le hablaba de él con frecuencia; por esto lo había considerado un asunto importante y se había apresurado a informar a sus camaradas, a sus compañeros de lucha, a sus amigos. ¡Y es que el hermano odiaba a nuestro régimen, qué cosa más triste! Provenía de una familia muy modesta, pobre, pero como había trabajado de chófer de un político burgués, se sentía unido de por vida a las personas que tramaban intrigas contra nuestro Estado; sí, eso podía atestiguarlo con absoluta seguridad, porque su chica le había expuesto las ideas de su hermano con toda precisión; estaba dispuesto a disparar contra los comunistas; Jaromil era capaz de imaginarse perfectamente lo que haría cuando estuviera en el exilio; Jaromil sabía que su única pasión era destruir el socialismo.
Entre los tres terminaron de dictarle la declaración a la mecanógrafa con la concisión propia de viejos amigos; y el de más edad le dijo entonces al hijo del conserje que fuera inmediatamente a tomar las medidas necesarias. Cuando se quedaron solos en la habitación, le agradeció a Jaromil los servicios prestados. Le dijo que si toda la nación estuviera tan vigilante como él, nuestra patria socialista sería inexpugnable. Y le repitió que le gustaría que aquel encuentro no fuera el último. Seguro que Jaromil sabía perfectamente cuántos enemigos tenía nuestro Estado en todas partes; Jaromil estaba en la Facultad, entre los estudiantes y conocía tal vez a algunas personas de los círculos literarios. Sí, ya sabemos que se trata en la mayoría de los casos de personas honestas; pero hay entre ellos también bastantes que intentan perjudicarnos.
Jaromil miraba con entusiasmo la cara del policía; le parecía hermosa; estaba cubierta de profundas arrugas que hablaban de una dura vida varonil. Si, a Jaromil también le gustaría que aquel encuentro no fuera el último. Ése era su único deseo; sabía dónde estaba su sitio.
Se dieron la mano con una sonrisa.
Con esta sonrisa en el alma (una maravillosa sonrisa de hombre con arrugas) salió Jaromil del edificio de la policía. Se detuvo en las escaleras que conducían a la acera y vio la tarde helada y luminosa levantándose por encima de los tejados de la ciudad. Respiró el aire frío y se sintió lleno de una virilidad que le salía por todos los poros y quería cantar.
En un principio quiso ir inmediatamente a casa, sentarse a la mesa y escribir poemas. Pero dio tres pasos y se volvió; no quería estar solo. Le pareció que sus rasgos se habían endurecido durante aquella última hora, que su paso se había hecho más firme, que su voz era más recia y quería ser visto así, transformado. Fue a la Facultad y habló con todo el mundo. Nadie le dijo que lo encontraba cambiado, pero el sol seguía brillando y sobre las chimeneas de la ciudad flotaba un poema aún no escrito. Se fue a su casa y se encerró en su habitación. Escribió varias hojas pero no quedó demasiado contento.
Dejó a un lado la pluma y prefirió soñar; estuvo soñando sobre un umbral misterioso que debía trasponer un niño para convertirse en hombre; le pareció saber el nombre de ese umbral; el nombre no era amor, el umbral se llamaba deber. Era difícil escribir poemas sobre el deber; ¿qué fantasía podía despertar esa severa palabra? Pero Jaromil sabía que la fantasía animada por esa palabra sería nueva, insólita, inesperada; porque en lo que él pensaba no era en el deber al estilo antiguo, asignado e impuesto desde el exterior, sino en el deber que el propio hombre creaba para sí, que elegía libremente, un deber voluntario, prueba en el hombre de coraje y altivez.
Estos pensamientos lo llenaron de orgullo porque con ellos trazaba su propio retrato, suyo y totalmente nuevo. Otra vez deseó que contemplaran su admirable transformación y se dirigió rápidamente a casa de la pelirroja. Eran aproximadamente las seis y ya debía de estar en casa desde hacía tiempo. Pero el dueño de la casa le comunicó que aún no había regresado de la tienda. Ya habían estado hacía media hora dos señores preguntando por ella y había tenido que decirles que su inquilina aún no había regresado.
Jaromil tenía tiempo de sobra y se dedicó a pasear de un lado a otro de la calle donde vivía la pelirroja, Al cabo de un rato advirtió que había dos hombres al otro lado de la calle que hacían lo mismo que él; pensó que debían ser aquellos dos sobre los que había hablado el dueño de la casa; luego vio venir, por el lado opuesto de la calle, a la pelirroja. No quería que lo viera; se ocultó junto a la entrada de uno de los edificios y vio a la chica dirigiéndose con paso rápido hacia su casa y entrando en ella. Luego advirtió que los dos hombres la seguían. Se sintió inseguro y no se atrevió a moverse de su sitio. Al cabo de un minuto, más o menos, salieron de la casa los tres; fue en ese momento cuando se dio cuenta de que a escasa distancia de la casa estaba aparcado un coche; los dos hombres y la chica se metieron en él y el coche se puso en marcha.
Jaromil comprendió que los dos hombres debían ser policías; pero, además del susto que lo dejó helado, sintió una admiración excitante al ver que lo que había hecho por la mañana era un acto real, a cuyo impulso las cosas se habían puesto en movimiento.
Al día siguiente se apresuró para poder ver a la chica en cuanto regresara del trabajo. Pero el dueño de la casa le dijo que desde que se la habían llevado aquellos dos señores, la pelirroja no había vuelto.
Esto lo dejó muy inquieto. Al otro día, por la mañana temprano, volvió a la policía. El hijo del conserje seguía comportándose con la misma simpatía hacia él; le dio la mano, le sonrió campechano y cuando Jaromil le preguntó qué había pasado con su chica, que aún no había regresado a casa, le dijo que no se preocupara.
—Nos has dado la pista de algo muy serio. Tenemos que ver bien qué es lo que se traen entre manos —y lanzó una sonrisa misteriosa.
Jaromil salió del edificio de la policía, volvió a encontrarse con una tarde de sol helada, nuevamente respiró el aire frío y se sintió grande y en presencia del destino. Y sin embargo, la sensación era distinta a la de anteayer. Hoy, por primera vez, se le ocurrió pensar que con su actuación había entrado en la tragedia.
Sí, eso fue exactamente lo que se dijo mientras bajaba por las escaleras hacia la calle; me dirijo hacia la tragedia. Seguía oyendo aquel campechano y amenazador tenemos que ver bien qué es lo que se traen entre manos y estas palabras incitaron su imaginación; se dio cuenta de que su chica estaba ahora en manos de hombres extraños, que estaba en su poder, que estaba en peligro y que un interrogatorio de varios días de duración no era seguramente nada sencillo; se acordó incluso de lo que su antiguo compañero le había contado sobre aquel judío de pelo negro y sobre la dureza de su trabajo. Todas aquellas ideas e imágenes lo llenaban de una especie de materia dulce, olorosa y exquisita, y le pareció que crecía y que andaba por las calles como un monumento a la tristeza en movimiento.
Y luego se dio cuenta de por qué dos días antes había llenado dos hojas de papel con versos que no valían nada. Y es que hacía dos días en realidad aún no conocía el verdadero alcance de su acción. Era ahora cuando, por primera vez, comprendía sus propios actos, se comprendía a sí mismo y su destino. Hacía dos días había querido escribir versos sobre el deber; ahora ya sabía algo más: la gloria del deber crecía en el sitio que dejaba la cabeza truncada del amor.
Jaromil deambulaba por las calles embriagado por su propio destino. Luego llegó a casa y se encontró con una carta. «Será para mí una gran satisfacción que venga usted la semana próxima, a tal hora, a una pequeña fiesta en la que encontrará un grupo de gente que quizá sea de su agrado». Lo firmaba la cineasta.
A pesar de que la invitación no prometía nada preciso, a Jaromil le produjo una inmensa alegría, porque era la prueba de que la cineasta no era una ocasión perdida, de que aquella historia no había terminado, de que el juego seguía pendiente. Y una y otra vez, con insistencia, volvía a su mente una idea singular y confusa, la idea de que había algo aún más profundo en el hecho de que aquella carta llegara precisamente el mismo día en que él había comprendido el carácter trágico de su propia situación; tenía una sensación indefinida y excitante de que todo lo que le había ocurrido en los últimos días lo capacitaba finalmente para poder enfrentarse a la esplendorosa belleza de la cineasta de pelo negro y para poder aparecer en su fiesta con suficiencia, sin temores y como un hombre.
Se sentía mejor de lo que jamás lo había estado. Se sentía lleno de versos y se sentó a la mesa. No, no era posible establecer una contradicción entre el deber y el amor, se dijo, ése era precisamente el viejo planteamiento del problema. El amor o el deber, la amada o la revolución, no, no, no era así la cosa. No había puesto en peligro a la pelirroja porque el amor no significara nada para él; precisamente lo que Jaromil quería era que el mundo del mañana fuera un mundo en el que la gente se amase más de lo que nunca se había amado. Sí, así era: Jaromil había puesto en peligro a su propia chica, precisamente porque la amaba más de lo que otros hombres amaban a sus mujeres; precisamente porque sabía lo que era el amor y el futuro mundo del amor. Claro que era terrible sacrificar a una mujer concreta (pelirroja, pecosa, pequeñita, charlatana, pelirroja) por causa del mundo futuro, pero aquélla era precisamente la única gran tragedia de nuestros días digna de grandes versos. ¡Digna de un gran poema!
Y se sentó a la mesa y escribió y volvió a levantarse de la mesa y paseó por la habitación y le pareció que lo que estaba escribiendo era lo más grande que había escrito hasta entonces.
Fue una noche fascinante, mucho más que todas las noches de amor que era capaz de imaginar; fue una noche fascinante pese a que la pasó solo en su habitación infantil; la mamá estaba en la habitación de al lado y Jaromil se olvidó por completo de que alguna vez había estado enfadado con ella; incluso cuando llamó a la puerta de su habitación para preguntarle qué era lo que estaba haciendo, le dijo con ternura mamá y le pidió que le dejara concentrarse con tranquilidad porque «estoy escribiendo el mayor poema de mi vida». La mamá sonrió (maternal, atenta, comprensiva) y le dejó en paz.
Luego se acostó y se le ocurrió que en aquel momento su chica estaría rodeada de hombres: policías, interrogadores, guardianes; que podrían hacer con ella lo que quisieran; que verían cómo se vestía con las ropas de la prisión; que el guardián la estaría mirando por el ventanuco mientras ella se sentaba sobre la taza para orinar.
No estaba demasiado convencido de que todas estas situaciones extremas fueran posibles (seguramente la interrogarían y la dejarían pronto en libertad), pero la fantasía es incontrolable: se la imaginaba una y otra vez en la celda, sentada sobre el váter mientras un hombre extraño la miraba y se imaginaba que los interrogadores le arrancaban los vestidos; pero había algo que le llamaba la atención: ¡ninguna de estas imágenes despertaba sus celos!
Tienes que ser mía, para morir acaso en la tortura, si yo quisiera, vuela el grito de Keats a través de los años. ¿Por qué iba a estar celoso Jaromil? La pelirroja le pertenece ahora más que nunca: el destino de ella es una creación suya; es su ojo el que la veía orinar sentada en la taza; son sus manos las que la tocaban a través de las manos de los guardianes; es su víctima, es su obra, es suya, suya, suya.
Jaromil no tiene celos; ese día durmió el sueño de los hombres.