Hacía sólo dos días que había posado frente a la cámara en pleno campo, vestido con una chaqueta ligera y hoy ya había tenido que ponerse el abrigo, la bufanda y el sombrero; nevaba. Habían quedado en encontrarse a las seis delante de la casa de ella. Pero pasaba ya un cuarto de hora y la pelirroja no había aparecido.
Un pequeño retraso no es ningún acontecimiento grave; pero Jaromil, humillado tantas veces en los últimos días, ya no tenía fuerzas para soportar ni un gramo más de humillación; y ahora se veía obligado a dar vueltas y vueltas en una calle repleta de gente, donde todos podían notar que esperaba a alguien que, por lo visto, no tenía demasiada prisa por verlo, haciendo así pública su derrota.
Tenía miedo de mirar el reloj para que aquella mirada excesivamente expresiva no pusiera en evidencia, a los ojos de todos los vecinos, su condición de enamorado a quien daban un plantón; levantó un poquito la manga del abrigo y la introdujo bajo la correa del reloj para poder mirar la hora sin llamar la atención. Cuando vio que la aguja grande marcaba ya las seis y veinte se puso furioso: ¿cómo era posible que él llegara siempre antes de la hora y ella, más tonta y más fea, se retrasara siempre?
Por fin llegó y se encontró con la cara de Jaromil petrificada. Fueron a su habitación, se sentaron y la chica se disculpó: había estado en casa de una amiga. Fue lo peor que le pudo decir. Nada habría podido justificarla, y menos aún una amiga, que era para él la esencia misma de la insignificancia. Le dijo a la pelirroja que comprendía lo importante que era que se divirtiera con su amiga y que por eso le sugería que volviera otra vez junto a ella.
La chica se percató de la gravedad de la situación; le dijo que habían hablado de cosas muy importantes; la amiga se había separado de su novio y estaba muy triste, había estado llorando, la pelirroja había tenido que consolarla y no había podido irse antes de que ella se calmase.
Jaromil le dijo que le parecía muy noble, de su parte, enjugar las lágrimas de una amiga. Pero ¿quién le iba a secar las lágrimas a ella cuando se separase de Jaromil, que se negaba a salir con una chica para quien las estúpidas lágrimas de una estúpida amiga eran más importantes que él?
La chica comprendió que aquello iba de mal en peor; le dijo a Jaromil que la disculpara, que lo lamentaba muchísimo y que la perdonara.
Pero aquello era poco para su insaciable humillación; las disculpas no cambiaban nada de lo que para él estaba más que claro: lo que la pelirroja llamaba amor no tenía nada que ver con el amor; no, dijo adelantándose a sus objeciones, no era una excesiva minuciosidad por su parte si sacaba conclusiones definitivas de un episodio aparentemente insignificante; era precisamente en aquellos detalles donde se manifestaba la esencia de su relación con él; aquella insoportable dejadez, aquel comportamiento descuidado que tenía para con Jaromil, como si se tratase de una amiga, de un cliente de la tienda o de un desconocido que pasara por la calle. ¡Que no se atreviera nunca más a decirle que lo quería! ¡Su amor era sólo una imitación lamentable del amor!
La chica vio que las cosas ya no podían estar peor. Intentó interrumpir con un beso la tristeza cargada de odio de Jaromil pero él la apartó de su boca casi brutalmente; ella utilizó la circunstancia para caer de rodillas y apretar la cara contra su vientre; Jaromil dudó durante un instante, pero luego la levantó del suelo y le rogó fríamente que no volviera a tocarlo.
El odio que se le subía a la cabeza como si fuera alcohol era hermoso y lo encantaba; el encantamiento era aún mayor porque al caer sobre la chica repercutía sobre él y le hacía daño a él mismo; su furia era autodestructiva, porque Jaromil sabía perfectamente que si alejaba de su lado a la pelirroja, alejaba a la única mujer que tenía; se daba perfecta cuenta de que su furia era injustificada e injusta hacia la muchacha; pero eso mismo era tal vez lo que lo volvía más cruel, porque lo que lo fascinaba era el abismo; el abismo de la soledad, el abismo de la autocondenación; sabía que sin ella no sería feliz (se quedaría solo) ni podría estar conforme consigo mismo (sabría que había hecho daño), pero aquel pensamiento era impotente contra la hermosa embriaguez de la maldad. Le comunicó a la chica que lo que acababa de decir no era válido sólo para este momento, sino para siempre; ya nunca querría que lo tocara su mano.
No era la primera vez que la chica se encontraba ante los celos y el odio autocompasivo de Jaromil; pero en esta ocasión percibía en su voz un tono decidido, casi demencial; sentía que Jaromil era capaz de hacer cualquier cosa con tal de satisfacer su incomprensible furia. Por eso, casi en el último momento, casi al borde del abismo, le dijo:
—Por favor, no te enfades conmigo. No te enfades, te he mentido. No he estado en casa de ninguna amiga.
Él quedó confuso:
—¿Y dónde has estado?
—Te vas a enfadar, tú no lo quieres, pero yo no tengo la culpa de haber tenido que ir a verlo.
—Pero ¿dónde has estado?
—En casa de mi hermano. Del que vivía conmigo.
Se enfadó:
—¿Qué te pasa con tu hermano, que tienes que estar pegada a él?
—No te enfades, para mí no significa nada, comparado contigo no es nada para mí, pero comprende que es mi hermano, hemos crecido juntos durante quince años. Se va por mucho tiempo. Tuve que despedirme de él.
Lo de la despedida sentimental con el hermano le fastidiaba.
—¿Y a dónde se va tu hermano para que tengas que despedirte de él durante tanto tiempo y llegues tarde a todas partes? ¿La empresa lo manda de viaje durante toda una semana? ¿O se va a pasar el fin de semana fuera?
No, no era ni un viaje de la empresa ni un fin de semana, era algo mucho más serio y ella no se lo podía decir a Jaromil, porque sabía que se enfadaría muchísimo.
—¿Y a eso le llamas amor? ¿Qué clase de amor es ése si luego me ocultas algo con lo que yo no estoy de acuerdo, si tienes secretos en los que yo no participo?
Sí, la chica sabía perfectamente que el amor significaba que debían confiarse todos los secretos; pero él tenía que entender que ella tenía miedo, únicamente miedo…
—¿Y qué es lo que ocurre para que tengas miedo? ¿Adónde puede ir tu hermano como para que tú tengas miedo de decirlo?
¿De verdad no intuía nada? ¿De verdad no era capaz de adivinar por dónde iban las cosas?
No, Jaromil no lo adivinaba (y en ese momento su furia ya se había quedado rezagada, muy por detrás de su curiosidad).
Por fin, la chica se lo cuenta: su hermano se había decidido a abandonar en secreto, ilegalmente, infringiendo las leyes, este país; pasado mañana ya estaría más allá de la frontera.
¿Cómo era eso? ¿Su hermano quiere abandonar nuestra joven república socialista? ¿Su hermano quiere traicionar a la revolución? ¿Su hermano quiere convertirse en un exiliado? ¿Es que no sabía que los exiliados se convertían automáticamente en agentes de los servicios de espionaje extranjeros que quieren destruir nuestra patria?
La chica afirmó con la cabeza. Su instinto le decía que Jaromil le perdonaría más fácilmente la huida y la traición de su hermano que el cuarto de hora de retraso. Por eso asintió y dijo que estaba de acuerdo con todo lo que Jaromil decía.
—¿Y qué sentido tiene que estés de acuerdo conmigo? ¡Lo que tenías que haber hecho era convencerlo a él! ¡Debías haberlo retenido!
Claro, había estado tratando de convencer a su hermano; había hecho todo lo posible por convencerlo; precisamente por ese motivo había llegado tarde; ahora comprendería Jaromil el porqué de su retraso; tal vez ahora se lo podría perdonar.
Lo extraño fue que Jaromil dijo que le perdonaba haber llegado tarde; pero lo que no podía perdonarle era que su hermano fuera a emigrar:
—Tu hermano está al otro lado de la barricada. Por eso, es mi enemigo personal. Si estalla la guerra, él disparará contra mí y yo dispararé contra él. ¿Te das cuenta?
—Claro que sí —dijo la pelirroja y le aseguró a Jaromil que ella estaría siempre de su parte; de la parte de él y de la de nadie más.
—¿Cómo es posible que estés de mi parte? ¡Si realmente lo estuvieras, no permitirías que tu hermano cruzara la frontera!
—¿Y qué podía yo hacer? ¡Como si yo tuviera fuerza suficiente para detenerlo!
—Tenías que haber venido de inmediato junto a mí y yo ya hubiera sabido qué hacer. ¡Pero tú, en lugar de eso, has estado diciendo mentiras! ¡Te has inventado la historia de la amiguita! ¡Me has querido engañar! ¡Y ahora vas a decir que estás de mi lado!
Le juró que estaba de su parte y que lo seguiría estando, en cualquier caso.
—¡Si fuera verdad lo que dices, habrías llamado a la policía!
—¿Cómo que a la policía? ¿Cómo iba a denunciar a mi propio hermano a la policía? ¡Eso no es posible!
Jaromil no soportaba que se le contradijera:
—¿Cómo que no es posible? ¡Si no la llamas tú, la llamo yo mismo!
La chica volvió a repetir que un hermano es un hermano y que no se le podía ni ocurrir denunciarlo a la policía.
—¿O sea que tu hermano te importa más que yo?
Claro que no era así, pero eso no significaba que tuviera que denunciarlo.
—El amor significa todo o nada. El amor es pleno o no es. Yo estoy aquí y él está en el lado contrario. Tú tienes que estar junto a mí y no a mitad de camino entre nosotros dos. Y si estás junto a mí, tienes que hacer lo que yo hago, tienes que querer lo que yo quiero. Para mí, la suerte de la revolución es mi propia suerte. Si alguien actúa contra la revolución, actúa contra mí mismo. Y si mis enemigos no son tus enemigos, entonces eres mi enemiga.
No, no es su enemiga; quiere estar de acuerdo con él en todo; ella también sabe que el amor significa todo o nada.
—Así es, el amor es todo o nada. Al lado del amor verdadero, todo lo demás palidece, todo lo demás se convierte en nada.
Sí, está completamente de acuerdo, sí, precisamente eso es lo que ella misma siente.
—Así es como se reconoce el verdadero amor, en que hace oídos sordos a lo que habla el resto del mundo. En cambio, tú te pasas la vida oyendo lo que dicen los demás, siempre tienes un montón de consideraciones para con todo el mundo y con ellas me pisoteas luego a mí.
Por Dios, no pretende pisotearlo a él, es que le da miedo pensar que puede hacerle un daño enorme a su hermano, que su hermano puede pagar muy caro todo aquello.
—Y aunque lo pagase muy caro. Si lo paga muy caro, lo pagará con todo merecimiento. ¿O es que le tienes miedo? ¿Te da miedo separarte de él? ¿Tienes miedo de separarte de la familia? ¿Quieres seguir pegada a ella? ¡Si supieras cómo odio tu terrible falta de decisión, tu total incapacidad de amar!
No, no es cierto que sea incapaz de amar; lo ama con todas sus fuerzas.
—Claro, me amas con todas tus fuerzas —rió—, ¡pero es que tú no tienes fuerzas para amar! ¡No sabes amar!
Volvió a jurarle que aquello no era verdad.
—¿Serías capaz de vivir sin mí?
Le juró que no.
—¿Podrías seguir viviendo si yo muriera?
No, no, no.
—¿Podrías vivir si yo te abandonase?
No, no, no, negó con la cabeza.
¿Qué más podía pedir? Su furia se diluyó y la reemplazó una gran excitación; su propia muerte había aparecido de repente junto a ellos; la muerte dulce, dulcísima que se habían prometido si uno de ellos se sintiera abandonado por el otro. Con voz quebrada por la emoción dijo:
—Yo tampoco podría vivir sin ti.
Y ella repitió que no podría vivir y no viviría sin él, y estuvieron repitiendo aquella frase hasta que una gran embriaguez se apoderó de ellos; se arrancaron los vestidos e hicieron el amor; de repente sintió en su mano la humedad de unas lágrimas en la cara de ella; eso fue maravilloso; eso no le había pasado nunca; ninguna mujer había llorado de amor por él; las lágrimas eran para él el líquido en el que el hombre se desintegraba cuando no se conformaba con ser sólo hombre y pretendía superar su propio destino; le parecía que a través de la lágrima el hombre huía de su determinación material, de sus fronteras, se convertía en distancia y se hacía infinito. Aquel charco de lágrimas lo emocionó tremendamente y de repente sintió que él también estaba llorando; se amaron y quedaron mojados sus cuerpos y sus caras; se amaron y, en realidad, se deshicieron, sus humedades se mezclaron y confluyeron como dos ríos, lloraron y se amaron y en aquel momento se colocaron fuera del mundo, fueron como un lago que tomaba impulso en la tierra para elevarse hasta el cielo.
Luego permanecieron acostados los dos juntos, ya serenos, siguieron acariciándose con ternura durante largo rato; la chiquilla tenía sus cabellos rojizos mojados, formando cómicos mechones y su cara estaba enrojecida; estaba fea y Jaromil se acordó del poema en que había escrito que quería beber todo lo que había en ella, sus viejos amores y su fealdad, su pelo rojizo pegoteado y la suciedad de sus pecas; la acariciaba y observaba amorosamente su enternecedor desvalimiento; le repitió que la quería y ella le repitió lo mismo.
Y como no quería despedirse de ese momento de satisfacción absoluta en el que la muerte mutuamente prometida le había fascinado, dijo nuevamente:
—Realmente no sabría vivir sin ti, no podría vivir sin ti.
—Sí, yo también estaría tremendamente triste si no te tuviera, tremendamente triste.
Se puso en guardia:
—Es decir que tú serías capaz de imaginarte tu vida sin mí.
La chica seguramente no se daba cuenta de la trampa que le había tendido:
—Estaría tremendamente triste.
—Pero serías capaz de vivir.
—¿Qué podría yo hacer si tú me abandonaras? Pero estaría tremendamente triste.
Jaromil comprendió que había sido víctima de una equivocación; la pelirroja no le había prometido su muerte y cuando había dicho que no podría vivir sin él, lo había hecho sólo como un cumplido amoroso, como una frase decorativa, como una metáfora; pobre imbécil, ni siquiera se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo; le prometía su tristeza a él, que sólo sabía de medidas absolutas, todo o nada, la vida o la muerte. Lleno de agria ironía le preguntó:
—¿Y cuánto tiempo estarías triste? ¿Un día entero? ¿O hasta una semana?
—¿Una semana? —sonrió con amargura—. Ay, Ksavito, una semana… —y se apretó contra él para expresarle con el contacto de su cuerpo que su tristeza no podría medirse por semanas.
Y Jaromil empezó a pensar: ¿Cuál será el peso de su amor? Un par de semanas de tristeza, bien. ¿Pero qué es la tristeza? ¡Un poco de malhumor, una pizca de nostalgia! ¿Y qué es una semana de tristeza? Nadie es capaz de sentir nostalgia constantemente. Estaría triste un par de minutos durante el día, un par de minutos durante la noche; ¿cuántos minutos serían en total? ¿Cuántos minutos de tristeza pesa su amor? ¿En cuántos minutos de tristeza lo habría valorado?
Se imaginaba su propia muerte y la vida de ella, indiferente, imperturbable, alegre y ajena extendiéndose sobre su no ser.
Ya no tenía ganas de volver a iniciar aquel diálogo dolorido y celoso; oyó la voz de ella que le preguntaba por qué estaba triste y no respondió; sentía la ternura de esa voz como un bálsamo que no le hiciera efecto.
Entonces se levantó y se vistió; ya no volvió a ser malo con ella; seguía preguntándole por qué estaba triste y él en lugar de responderle le acariciaba melancólicamente la cara. Y luego le preguntó, mirándola atentamente a los ojos:
—¿Irás tú misma a la policía?
Ella había creído que aquel maravilloso entusiasmo amoroso había desplazado definitivamente la indignación contra su hermano; la pregunta la cogió por sorpresa y no supo darle respuesta.
Una vez más le preguntó (triste y serenamente):
—¿Irás tú sola a la policía?
Balbuceó algunas palabras; quería disuadirlo de sus intenciones pero, al mismo tiempo, le daba miedo decírselo directamente; pero la intención evasiva de su balbuceo era tan evidente que Jaromil dijo: «Comprendo perfectamente que no quieras ir. Lo haré yo mismo», y volvió (con un gesto de compasión, de tristeza, de decepción) a acariciar sus mejillas.
Estaba confundida y no sabía qué decir. Se besaron y él se fue. Cuando él se despertó a la mañana siguiente, la mamá ya había salido. Por la mañana temprano, mientras él aún dormía, ella había colocado sobre su silla una camisa, una corbata, unos pantalones, la chaqueta y, cómo no, los calzoncillos. No era posible acabar con una costumbre que perduraba ya veinte años y Jaromil seguía soportándola. Pero aquel día, al ver los calzoncillos cuidadosamente doblados, de color beige claro, ridículamente amplios, con aquella gran bragueta que era casi una clamorosa llamada a orinar, se apoderó de él una rabia extraordinaria.
Sí, aquel día se había levantado como si de un día grande y decisivo se tratara. Cogió los calzoncillos entre sus brazos extendidos y los examinó con sumo cuidado y con un odio casi amoroso; luego mordió uno de los extremos y apretó los dientes; asió el calzoncillo por el mismo extremo con la mano derecha y dio un violento tirón; oyó el ruido de la tela al rasgarse; tiró los calzones rasgados al suelo; quería que quedaran allí y que los viera su mamá.
Luego se puso los deportivos amarillos, la camisa que tenía preparada, la corbata, los pantalones, la chaqueta, y salió de casa.