Desde entonces fue aún más cruel con la chiquilla pelirroja; pero esa crueldad iba, claro está, envuelta en el hábito solemne del amor: ¿Cómo podía no haber comprendido lo que pensaba en aquel momento? ¿Cómo no se daba cuenta de su estado de ánimo en aquel preciso instante? ¿Es alguien él tan extraño para ella que no tiene ni idea de lo que ocurre en su interior? ¡Si ella lo quisiera de la misma forma que él la quiere a ella, tendría que darse cuenta! ¿Cómo es que le interesan, precisamente, las cosas que a él no le gustan? ¿Por qué se pasa la vida hablando de su hermano y de su otro hermano y de su hermana y de su otra hermana? ¿No se da cuenta de que Jaromil tiene ahora problemas serios y necesita su colaboración, su comprensión y no su ininterrumpida charla egocéntrica?
La muchacha se defendía. ¿Por qué no iba a poder hablarle de su familia? ¿No hablaba Jaromil de la suya? ¿Acaso su madre es peor que la de Jaromil? Y le recordó el modo (por primera vez desde aquel día) en que la madre había entrado en la habitación y le había hecho tragar el terrón de azúcar con las gotas.
Jaromil amaba a su madre y la odiaba; pero delante de la pelirroja, empezó a defenderla inmediatamente: ¿qué había de malo en que hubiera pretendido atenderla? ¡Aquello significaba que la madre la quería, que la había aceptado como propia!
La pelirroja se empezó a reír: ¡La mamá no era tan tonta como para no distinguir los jadeos amorosos de los producidos por un cólico de estómago! Jaromil se ofendió y no pronunció palabra hasta que la chica le pidió perdón.
En una ocasión recorrían la calle: iban cogidos del brazo y caminaban en silencio (porque cuando no se estaban echando algo en cara permanecían callados y cuando no callaban se echaban algo en cara). Jaromil vio entonces a dos mujeres bellas que venían en dirección contraria. Una joven y la otra mayor; la joven era más elegante y más guapa pero (sorprendentemente) también la mayor era bastante elegante y sorprendentemente guapa. Jaromil conocía a las dos mujeres: la más joven era la cineasta, la mayor era su propia madre.
Las saludó ruborizado. Las dos mujeres respondieron al saludo (la madre con disimulada alegría) y Jaromil se sintió en compañía de su chica —que no era precisamente una belleza— como si la bella cineasta lo hubiera visto con aquellos horripilantes y vergonzosos calzones.
Cuando llegó a casa le preguntó a la madre de dónde conocía a la cineasta. Ella le respondió, con un gesto de coquetería, que ya eran viejas amigas. Jaromil siguió indagando pero la madre esquivaba la respuesta, como cuando el amante le pregunta a su amada por algún detalle íntimo y ella retarda la respuesta para provocarle; finalmente se lo dijo: esa simpática mujer había ido a visitarla hacía dos semanas. Admiraba mucho a Jaromil como poeta y quería hacer un cortometraje sobre él; se trataría tan sólo de un cortometraje de aficionados producido con la colaboración del Club Cultural del Cuerpo de Seguridad Nacional, pero aun así tendría asegurado un amplio número de espectadores.
—¿Y por qué fue a verte a ti? ¿Por qué no se dirigió directamente a mí? —preguntó Jaromil extrañado.
Parece ser que no quería molestar y deseaba saber lo más posible a través de ella. ¿Y quién sabe más de un hijo que su madre? Además, la joven había sido tan amable que había pedido a la madre que colaborase verdaderamente en el guión: sí, habían hecho entre las dos un guión sobre el joven poeta.
—¿Y por qué no me habéis dicho nada? —preguntó Jaromil, a quien la relación entre la madre y la cineasta le desagradaba instintivamente.
—Ha sido una mala suerte haberte encontrado; estábamos preparándolo todo para que fuera una sorpresa para ti. Un buen día llegarías a casa y te encontrarías con las cámaras preparadas y lo único que faltaría sería que te filmaran a ti.
¿Qué podía hacer Jaromil? Un día llegó a su casa, estrechó la mano de la chica en cuyo apartamento había estado hacía algunas semanas y se sintió tan triste como aquella vez, a pesar de que ahora llevaba como calzoncillos unos deportivos rojos (desde la velada poética con los policías ya nunca había vuelto a ponerse los horribles calzones). Pero cada vez que se encontraba con la cineasta había alguien que desempeñaba aquella fatídica función: cuando la encontró en la calle con su madre le pareció que el pelo rojizo de su chica lo envolvía al igual que aquellos espantosos calzoncillos, y ahora las frases coquetas y la artificial charlatanería de su madre eran las que se convertían en la irrisoria prenda.
La cineasta dijo (a él nadie le había preguntado su opinión) que hoy iban a rodar material documental, fotografías de su infancia, que la madre iría comentando, porque, como le dijeron de pasada, la película consistiría en un relato de la madre sobre el hijo-poeta. Tenía ganas de preguntar qué era lo que la madre iba a contar, pero le daba miedo oírlo; enrojeció de vergüenza. En la habitación estaban, además de él y las dos mujeres, tres hombres con la cámara y dos grandes lámparas; le pareció que lo observaban y se reían de él con disimulo; no se atrevió ni a hablar.
—Tiene unas fotos de la infancia preciosas. Me gustaría poder utilizarlas todas —dijo la cineasta hojeando el álbum familiar.
—¿Saldrán en la pantalla? —preguntó la madre con gran interés y la cineasta la tranquilizó con una respuesta afirmativa; luego le explicó a Jaromil que la primera secuencia de la película consistiría en un simple montaje de fotografías suyas, mientras la madre, como voz en off, iría narrando sus recuerdos. Después aparecería la madre y más tarde el poeta; el poeta en la casa donde nació, el poeta escribiendo, el poeta en el jardín con las flores y, finalmente, el poeta en la naturaleza, en el sitio que más le gustaba, recitando en su rincón preferido al aire libre, un poema con el cual terminaría la película. (—¿Y qué sitio es el que más me gusta? —preguntó airado; le dijeron que el sitio que más le gustaba era el paisaje romántico de las afueras de Praga, donde el terreno se ondula y emergen las rocas—. ¿Cómo es eso? A mí ese sitio no me gusta —dijo tajante, pero nadie lo tomó en serio).
A Jaromil este guión no le gustaba en absoluto y dijo que querría participar en la elaboración; expuso que había demasiadas escenas convencionales (¡enseñar la fotografía de un niño de un año es algo ridículo!); afirmó que había una serie de problemas que debían solucionarse; le preguntaron a qué se refería y contestó que no era capaz de formularlo así de sopetón, pero que precisamente por eso creía que era necesario retrasar el rodaje.
Quería que el rodaje se postergase a toda costa, pero no tuvo éxito. La mamá le echó el brazo a la espalda y le dijo a su morena colaboradora:
—¡Éste es mi eterno descontento! Nunca ha estado contento con nada… —y luego acercó con ternura su cabeza a la mejilla de él:
—¿No es verdad? —Jaromil no respondió—: ¿Verdad que eres mi pequeño descontento? ¡Tienes que reconocerlo! —insistió ella.
La cineasta dijo que el inconformismo era una virtud muy importante para los autores, sólo que esta vez el autor no era él sino ellas dos y que estaban preparadas para afrontar todas las críticas; que las dejase hacer la película como ellas querían, al igual que ellas lo dejaban escribir sus versos como a él le gustaba…
Y la mamá añadió que Jaromil no debía tener miedo de que la película lo hiciese quedar mal, porque las dos la hacían con la mayor simpatía hacia él. Lo dijo con coquetería y no estaba claro si coqueteaba más con él que con su imprevista amiga.
Sea como fuere, lo cierto es que coqueteaba. Jaromil no la había visto nunca de aquel modo; aquella misma mañana había estado en la peluquería y llevaba ahora un peinado juvenil muy llamativo; hablaba en voz más alta que de costumbre, se reía constantemente, empleaba todas las frases ingeniosas que había aprendido en su vida y disfrutaba en su papel de anfitriona, invitando a café a los empleados de los proyectores. A la muchacha de los ojos negros la llamaba mi amiga en un tono de manifiesta familiaridad (así borraba sus diferencias de edad), mientras apoyaba el brazo sobre la espalda de Jaromil, con aire de tolerancia, llamándole mi pequeño descontento (y lo envolvía de nuevo en su virginidad, en su infancia, en sus pañales). (Qué fascinante imagen la que ofrecían los dos, uno frente al otro y forcejeando: ella lo empuja hacia los pañales y él hacia la tumba, qué hermoso espectáculo el de aquellos dos…).
Jaromil se dio por vencido; se percató perfectamente de que las dos mujeres estaban lanzadas como dos locomotoras y de que era incapaz de hacer frente a su charlatana elocuencia; veía a los tres hombres alrededor de la cámara y las lámparas y le parecían un público burlón, dispuesto a silbarle en cuanto diera el menor paso en falso; por eso hablaba en voz muy baja, mientras ellas lo hacían en voz alta, para que los espectadores las oyeran, porque la presencia del público constituía para ellas una ventaja y para él una desventaja. Les dijo, por eso, que se sometía a la voluntad de ellas e intentó marcharse; pero le conminaron (nuevamente con coquetería) a que se quedara; le dieron como excusa que preferían que viera el desarrollo del trabajo, y se quedó allí, observando a ratos al cameraman mientras éste filmaba las fotografías del álbum y desapareciendo luego en su habitación, fingiendo leer o trabajar; tenía la cabeza repleta de ideas confusas; intentaba encontrar algo ventajoso en esta situación tan absolutamente desfavorable y se le ocurrió la posibilidad de que la cineasta hubiera tramado todo aquel tinglado para volver a encontrarlo; pensó en su madre como en un obstáculo que debía sortear con paciencia; intentó calmarse rápidamente y encontrar el modo de utilizar toda aquella estúpida historia de la filmación en provecho propio, es decir, para superar el fracaso que lo atormentaba desde aquella noche en que abandonó precipitadamente el apartamento de la cineasta; intentó dominar su vergüenza yendo de vez en cuando a ver cómo iba el rodaje, para provocar, al menos una vez, un intercambio de miradas, aquella mirada inmóvil y fija que lo había impresionado tanto aquel día en el apartamento; pero la cineasta estaba entonces totalmente absorbida por su trabajo, y sus miradas se encontraron pocas veces y de soslayo; renunció, por lo tanto, a aquellos intentos y se decidió a ofrecerse para acompañar a la cineasta a su casa después de que finalizara su trabajo.
En el momento en que los tres hombres estaban cargando la cámara y las lámparas en la furgoneta, salió de su habitación y oyó como la mamá le decía a la cineasta: «Vamos, te acompaño. Además, aún podemos ir a tomar algo».
Durante aquella tarde de trabajo, mientras él estaba encerrado en su habitación, ¡las dos mujeres habían comenzado a tutearse! Cuando se dio cuenta del detalle se sintió como si alguien le hubiera birlado a su propia mujer delante de sus narices. Se despidió fríamente y cuando las dos mujeres se marcharon, salió él también de casa y se dirigió velozmente y con rabia hacia el edificio en que vivía la pelirroja; no estaba en casa; se quedó paseando durante casi media hora, con un humor cada vez más agresivo, hasta que por fin la vio aparecer; en la cara de ella había una alegre sorpresa, en la cara de él un amargo reproche; ¿cómo es que no estaba en casa?, ¿cómo es que no se le ocurrió que él podía venir?, ¿a dónde iba, que regresaba a su casa tan tarde?
Apenas había cerrado la puerta cuando ya le estaba quitando el vestido; luego le hizo el amor y se imaginó que debajo de él estaba la mujer de los ojos negros; oía los suspiros de su pelirroja y, como al mismo tiempo veía aquellos ojos negros, le parecía que los suspiros pertenecían a aquellos ojos y estaba tan excitado que hizo el amor varias veces seguidas, pero ninguna de ellas duró más de unos pocos segundos. A la pelirroja aquello le resultó tan insólito que le provocó risa. Jaromil estaba aquel día tan sensibilizado ante la posibilidad de que se rieran de él que no captó la amistosa comprensión escondida en la risa de la pelirroja; se creyó ofendido y le dio una bofetada; ella se puso a llorar y Jaromil sintió que aquel llanto le hacía bien; ella siguió llorando y él volvió a pegarle; el llanto de una chica que llora por nuestra culpa es una redención; es Jesucristo que muere por nosotros en la cruz; Jaromil miró satisfecho las lágrimas de la pelirroja, luego la besó, la consoló y se marchó a su casa mucho más tranquilo.
Unos días más tarde el rodaje continuó, volvió la furgoneta, descendieron de ella los tres hombres (aquel público portátil) y se bajó la bella muchacha cuyos suspiros había oído anteayer en la habitación de la pelirroja. Claro que estaba también la madre, cada vez más joven, como un instrumento musical, que emitía sonidos, tronaba, se reía, se salía del conjunto y pretendía convertirse en solista.
Esta vez la cámara debía enfocar directamente a Jaromil, era preciso mostrarlo en su ambiente familiar, junto a su escritorio en el jardín (porque Jaromil, al parecer, amaba el jardín, las plantas, las flores, el césped); era necesario que se le viera junto a su mamá, que como ya hemos dicho había estado hablando de su hijo en una prolongada escena. La cineasta los hizo sentarse en un banco del jardín y obligó a Jaromil a charlar con naturalidad con su madre; el ensayo de la naturalidad duró una hora, y la mamá no perdió su buen humor ni por un momento; no paró de hablar (en la película no se iba a oír lo que hablaban, su conversación muda sería acompañada por el comentario en off de la madre) y al comprobar que la expresión de la cara de Jaromil no era suficientemente alegre, empezó a decirle que no era fácil ser madre de un chico como él, tímido, solitario, siempre vergonzoso.
Luego lo sentaron en la furgoneta y partieron en dirección al paisaje romántico en las afueras de Praga, donde la madre estaba convencida de que Jaromil había sido concebido. La madre era demasiado púdica para haberle dicho a nadie por qué amaba tanto este paisaje; no quería decirlo pero tenía ganas de decirlo y por eso ahora, con forzada ambigüedad, explicaba a todos que este paisaje había sido siempre para ella un paisaje de amor, paisaje amoroso: «¡Fijaos cómo está la tierra de ondulada, cuánto se parece a una mujer, a sus redondeces, a sus formas maternales! ¡Fijaos en esas rocas, en esas rocas perdidas que emergen aquí solitarias! ¿No representan esas rocas, salientes, erguidas, escarpadas, algo masculino? ¿No es éste un paisaje masculino y femenino? ¿No es un paisaje erótico?».
Jaromil estaba pensando en rebelarse; quería decirles que aquella película era una bobada; se sublevaba en él el orgullo de quien sabe lo que es el buen gusto; quizá hasta hubiera sido capaz de provocar un pequeño escándalo o, al menos, hubiera podido huir como lo había hecho en una ocasión en la piscina pública, pero esta vez no había manera: estaban allí los ojos negros de la cineasta y contra ellos no tenía nada que hacer; temía perderlos por segunda vez; aquellos ojos le cerraban el camino de la huida.
Finalmente, fue empujado hacia una gran roca, ante la cual tenía que recitar su poema preferido. La mamá estaba excitadísima. ¡Cuánto tiempo había transcurrido sin volver allí! Precisamente en el sitio donde, una tarde de domingo ya tan lejana, había hecho el amor con el joven ingeniero, estaba ahora su hijo; como si hubiese crecido al cabo de los años como una seta (¡eso es, como si en el sitio donde los padres dejaron la simiente, los hijos naciesen como setas!); la madre estaba cautivada por la imagen de aquella hermosa, extraña, e imposible seta, que con voz temblorosa recitaba unos versos acerca de que le gustaría morir entre las llamas.
Jaromil sintió que recitaba como un idiota pero nada podía hacer por evitarlo; intentaba convencerse a sí mismo de que él no era un miedoso, pues en la residencia de los policías lo había hecho maravillosamente; pero esta vez no podía; colocado junto a una absurda roca, en un paisaje también absurdo, con el temor de que algún praguense pasara por allí con su perro o su novia (las mismas preocupaciones que su madre tuvo hacía veinte años) era incapaz de concentrarse en el poema y pronunciaba las palabras dificultosamente y sin ninguna naturalidad.
Lo obligaron a repetir varias veces su poema y al final se dieron por vencidos.
—Mi eterno miedoso —suspiró la madre—: Ya en el bachillerato le daba miedo cada vez que tenía que examinarse; ¡cuántas veces he tenido que obligarle a ir al colegio porque le daba miedo!
La cineasta sugirió que el poema podía ser doblado por algún actor, así que bastaba con que Jaromil abriera la boca sin decir nada.
Así lo hizo.
—¡Por Dios —exclamó la cineasta, ya impaciente—. Tiene que abrir la boca exactamente de acuerdo con el texto del poema y no como a usted se le ocurra! ¡El actor tiene que hacer el doblaje de acuerdo con el movimiento de sus labios!
Y así, mientras Jaromil, de pie junto a la roca, abría la boca (obediente y sumiso), la cámara se puso por fin en movimiento.