En el autobús en que regresaban a la Praga ya anochecida estaba sentada, además de los poetas, la bella cineasta. Los poetas la rodearon y cada uno intentaba llamar lo más posible su atención. Jaromil, desgraciadamente, ocupaba un asiento demasiado alejado, de modo que le fue imposible participar en el juego; pensaba en su pelirroja y se daba cuenta con claridad meridiana de que era irremediablemente fea.
El autobús se detuvo luego en el centro de Praga y algunos de los poetas decidieron ir a un bar a tomar unos vasos de vino. Jaromil y la cineasta fueron con ellos; se sentaron alrededor de una mesa grande, charlaron, bebieron y cuando por fin salieron del bar ella les propuso que fueran a su casa. Para entonces ya sólo quedaban Jaromil, el poeta sesentón y el redactor de la editorial. Se fueron sentando en los sillones de una preciosa habitación en el primer piso de una casa moderna, donde la chica vivía en un apartamento alquilado, y siguieron bebiendo.
El sesentón se dedicaba a la chica con un entusiasmo con el que nadie podía competir. Estaba sentado junto a ella, elogiaba su belleza, le recitaba versos, improvisaba odas poéticas acerca de sus encantos, se ponía de rodillas y la cogía de la mano. Casi del mismo modo se dedicaba a Jaromil el redactor de la editorial; no elogiaba su belleza pero en cambio repetía interminablemente: tú sí que eres un poeta, tú sí que eres un poeta. (Anotemos aquí que cuando un poeta llama poeta a otro no es como si llamáramos a un ingeniero o a un campesino, porque campesino es quien labra la tierra, pero poeta no es el que escribe versos, sino aquél que —acordémonos de aquella palabra— está llamado a escribirlos y sólo un poeta puede reconocer con seguridad en otro poeta esa llamada de la providencia ya que —recordemos la carta de Rimbaud— todos los poetas son hermanos y sólo un hermano es capaz de reconocer en su hermano la marca secreta de la estirpe).
La cineasta, delante de quien se arrodillaba el sesentón y cuyas manos eran víctimas de sus prolijas caricias, miraba constantemente a Jaromil. Jaromil se dio cuenta inmediatamente; su entusiasmo crecía por momentos y se dedicó a devolver las miradas con la misma intensidad. ¡Aquél era un cuadrilátero precioso! El viejo poeta miraba a la cineasta, el redactor a Jaromil y éste y aquella se miraban el uno al otro.
Esta geometría de miradas sólo se interrumpió durante un rato, cuando el redactor cogió a Jaromil del brazo, lo llevó al balcón que daba a la habitación y le invitó a que mearan juntos desde allí hacia el jardín. Jaromil accedió de buena gana, porque deseaba que el redactor no se olvidase de su promesa de editarle un libro.
Cuando volvieron del balcón el viejo poeta se incorporó y dijo que ya era hora de que se fueran, que veía perfectamente que no era él el objeto de los deseos de la joven. Luego invitó al redactor (que era mucho menos atento y considerado) a que dejaran solos a quienes lo deseaban y lo merecían, pues, como dijo el viejo poeta, eran el príncipe y la princesa de aquella noche.
El redactor comprendió también el asunto y se dispuso a marchar; el viejo poeta lo agarraba del brazo y lo llevaba hacia la puerta, y Jaromil veía que se quedaba solo con la chica, que estaba sentada sobre sus propias piernas en el amplio sofá, los cabellos negros sueltos y los ojos inmóviles que lo miraban…
La historia de dos personas que se van a convertir en amantes es algo tan eterno que en honor a ella casi podríamos olvidarnos del momento en que ocurre. ¡Es tan agradable relatar este tipo de historias! ¡Qué maravilloso sería poder olvidarse de aquélla que ha sorbido en nosotros la savia de nuestras cortas vidas para poder emplearla en sus vanas obras, qué hermoso sería olvidarse de la Historia!
Pero su fantasma golpea a la puerta y entra en el relato. No aparece bajo la forma de la policía secreta, ni con la de un repentino golpe de Estado; la Historia no se pasea únicamente por las cumbres dramáticas de la vida, sino que se filtra también, como el agua sucia, en la vida cotidiana; en nuestro relato aparece con la forma de unos calzoncillos.
En la época a que nos referimos, la elegancia constituía, en la patria de Jaromil, un grave pecado político; los trajes que se llevaban (habían pasado un par de años desde el fin de la guerra y seguía faltando de todo) eran horribles; y la elegancia en la ropa interior era considerada por aquella época severa como un libertinaje simplemente digno de castigo. Los hombres a los que sin embargo les molestaba usar los horripilantes calzoncillos que entonces se vendían (unos calzoncillos anchos, que llegaban hasta las rodillas, adornados con una cómica abertura sobre la barriga) utilizaban en lugar de aquellos unos pantaloncillos cortos de tela basta, llamados deportivos, destinados (como lo dice la palabra) a la práctica de los deportes, es decir, a los campos de juego y a los gimnasios. Era realmente extravagante que los hombres se metieran en las camas de sus amantes, en la Bohemia de entonces, vestidos de futbolistas, que fueran a visitar a sus amantes como quien va a practicar un deporte, pero, desde el punto de vista de la elegancia, aquella no era la peor solución: los deportivos aquéllos tenían una cierta prestancia y eran de colores alegres, azules, verdes, rojos, amarillos.
Jaromil no se ocupaba de su ropa, estaba bajo los cuidados de su madre; ella elegía sus trajes, escogía su ropa interior, se ocupaba de que no se enfriase y de que tuviese unos calzoncillos suficientemente abrigados. Sabía exactamente el número de mudas que tenía guardadas en la cómoda y le bastaba una sola mirada para averiguar cuál era la que se había puesto Jaromil. Cuando veía que en la cómoda no faltaba ningún calzoncillo se enfadaba inmediatamente: no le gustaba que Jaromil se pusiese los deportivos, porque estaba convencida de que los deportivos no eran calzoncillos de verdad y eran únicamente para usarlos en el gimnasio. Cuando Jaromil argumentaba que los calzoncillos eran feos, respondía, ocultando su irritación, que suponía que no iría por ahí enseñándolos. Así que cuando Jaromil iba a casa de la pelirroja, sacaba de la cómoda unos calzoncillos, los guardaba en el cajón del escritorio y se ponía los deportivos en secreto.
¡Pero esta vez no había previsto lo que le podía ocurrir a la noche y tenía puestos unos calzones horriblemente espantosos, gruesos, largos, de un sucio color gris!
Ustedes dirán que se trata de un problema insignificante, que bien podía apagar la luz para no ser visto. Pero en la habitación estaba encendida una lámpara pequeña con una pantalla color rosa, que esperaba impaciente para poder alumbrar a los dos amantes en sus aventuras amorosas y Jaromil no era capaz de imaginar con qué palabras podía hacer que la chica apagara la lámpara.
O podrán ustedes argumentar que bien podía quitarse los calzoncillos al mismo tiempo que los pantalones. Sólo que Jaromil no sabía cómo hacer para quitarse los calzoncillos junto con los pantalones, porque nunca lo había hecho; un salto tan rápido a la desnudez lo asustaba; siempre se había desnudado poco a poco y cuando estaba con la pelirroja siempre permanecía largo rato con los deportivos puestos y sólo se los sacaba después de muchas caricias, protegido ya por la excitación.
Y ahí estaba de pie, asustado, frente a aquellos grandes ojos negros, diciendo que él también tenía que irse.
El viejo poeta se enfadó con él; le dijo que no era correcto ofender a una mujer y le habló al oído de los placeres que le esperaban; pero sus palabras no hacían más que acentuar ante los ojos de Jaromil el lamentable aspecto de sus calzoncillos. Miraba aquellos maravillosos ojos negros y con el corazón partido retrocedía hacia la puerta.
Apenas salió a la calle lo invadió un lloroso sentimiento de lástima; era incapaz de deshacerse de la imagen de aquella hermosa mujer. Y el viejo poeta (se habían despedido del redactor en la parada del tranvía e iban ahora los dos solos por las calles oscuras) lo martirizaba echándole en cara una y otra vez haber ofendido a una dama y haber actuado como un imbécil.
Jaromil le dijo al poeta que no había querido ofender a una dama, pero que estaba enamorado de su chica, quien lo quería con locura.
—No sea insensato —le dijo el viejo poeta—. Es usted un poeta, es usted un amante de la vida, no le hace ningún daño a su chica por acostarse con otra; la vida es corta y las oportunidades que dejamos escapar ya no vuelven.
Era torturante oír aquello. Jaromil le respondió al viejo poeta que, a su juicio, un gran amor al que entregábamos todo lo que hay dentro de nosotros mismos era más que mil amores pequeños; que el tener a su chica era para él como si tuviera a todas las mujeres del mundo; que su chica era tan cambiante, tan imposible de llegar a amarla hasta el fin, que podía correr con ella más aventuras inesperadas que don Juan con mil y una mujeres.
El viejo poeta se detuvo; las palabras de Jaromil parecían haberle hecho impacto:
—Tal vez tenga usted razón —dijo—: Pero yo soy un hombre viejo y pertenezco a un mundo viejo. Reconozco que, a pesar de estar casado, me hubiera gustado horrores quedarme en casa de esa mujer en su lugar.
Jaromil continuó con sus meditaciones sobre la grandeza del amor monogámico y el viejo poeta inclinó la cabeza:
—Ah, quizá tenga usted razón, querido amigo, es casi seguro que tiene usted razón. ¿No he soñado yo también con un gran amor? ¿Con un solo amor? ¿Con un amor infinito como el universo? Pero es que yo lo he despilfarrado, amigo, porque aquel viejo mundo del dinero y las putas no era el adecuado para el gran amor.
Los dos estaban bebidos y el viejo poeta cogió del brazo al joven poeta y se detuvo con él, en medio de las vías del tranvía. Levantó el brazo hacia el cielo y exclamó:
—¡Muera el viejo mundo, viva el gran amor!
Aquello le parecía a Jaromil grandioso, bohemio y poético y así estuvieron los dos gritando durante mucho tiempo, entusiasmados, en la oscuridad de Praga:
—¡Muera el viejo mundo, viva el gran amor!
Y luego, de repente, el viejo poeta se arrodilló delante de Jaromil y le besó la mano:
—¡Amigo, me arrodillo ante tu juventud! ¡Mi vejez se arrodilla ante tu juventud, porque sólo la juventud salvará al mundo! —luego permaneció en silencio durante un momento y tocando con su cabeza calva la rodilla de él añadió—: Y me arrodillo ante tu gran amor.
Finalmente se separaron y Jaromil se encontró en su casa y en su habitación. Y volvió a aparecer ante su vista la figura de la mujer hermosa y desperdiciada. Impulsado por el deseo de castigarse a sí mismo, se puso frente al espejo. Se quitó los pantalones para poder verse vestido con aquellos horrendos calzoncillos largos; se miró durante largo rato y veía con odio su cómica fealdad.
Y luego se dio cuenta de que la persona en quien pensaba con odio no era él mismo. Estaba pensando en su madre; en la madre que le obligaba a llevar aquella ropa interior, en la madre que le obligaba a ponerse los deportivos en secreto y a esconder los calzones en el escritorio; pensaba en la madre que sabía dónde estaba cada uno de sus calcetines y de sus camisas. Pensaba con odio en la madre que lo mantenía atado a una larga cuerda invisible que se le estaba incrustando en el cuello.