Ante el edificio de la policía había un pequeño autobús con las puertas cerradas y junto a él los poetas esperaban a que llegara el chófer. Con ellos se hallaban dos policías, los organizadores de la velada y, por supuesto, también estaba Jaromil, que aunque conocía de vista a algunos de los poetas (por ejemplo, al sesentón que había actuado hacía algún tiempo en el mitin de su facultad y había recitado un verso sobre la juventud) no se atrevía a dirigir la palabra a ninguno de ellos. Lo único que paliaba su inseguridad era que hacía diez días que, por fin, habían sido publicados cinco poemas suyos en la revista literaria; aquello significaba para él un certificado oficial de que podía llamarse poeta; llevaba la revista, por si acaso, doblada en el bolsillo interior de la chaqueta, de modo que parecía como si un lado lo tuviera varonilmente liso y el otro femeninamente saliente.
Llegó el chófer y los poetas (once, contando a Jaromil) subieron al autobús. Tras una hora de viaje, el autobús se detuvo en un agradable paisaje campestre, los poetas bajaron, los organizadores les enseñaron el río, el jardín, la residencia, les dieron un paseo por toda la casa, les enseñaron las aulas, el salón (en el que al poco rato tendría lugar la solemne velada), les obligaron a visitar las habitaciones (tres camas en cada una) donde vivían los alumnos (los cuales, sorprendidos, se ponían firmes saludando a los poetas con la misma disciplina cuidadosamente ejercitada que si fueran una patrulla de control que viniera a vigilar el orden en las habitaciones) y finalmente los condujeron al despacho del comandante. Allí estaban preparados unos canapés, dos botellas de vino, el comandante con su uniforme y, también, una chica excepcionalmente bonita. Después de darle todos la mano al comandante y decir cada uno su nombre, el comandante señaló a la chica: «Ella es la que dirige nuestro círculo cinematográfico», y les explicó a los once poetas (que le dieron uno tras otro la mano a la muchacha) que la policía popular tenía su propio club, en el cual se desarrollaba una amplia vida cultural; tenía un conjunto teatral, un coro, y ahora se había montado un círculo cinematográfico dirigido por esta joven, que estudiaba en la escuela de cine y era tan amable que quería ayudar a los jóvenes policías; por lo demás, tenía aquí a su disposición todo lo que le hacía falta: una cámara excelente, un sistema de iluminación y, sobre todo, jóvenes con tal entusiasmo que el comandante no sabía si es que se interesaban tanto por el cine o por la instructora.
Después de estrechar la mano de todos, la chica hizo una seña a unos jóvenes que permanecían junto a unas grandes lámparas, de modo que los poetas y el comandante masticaban ahora sus canapés bajo el resplandor de un gran foco luminoso. La conversación, a la que el comandante intentaba dar el mayor aire posible de naturalidad, era interrumpida por las órdenes de la chica, a las cuales seguía el traslado de los focos de un sitio a otro y finalmente el sordo zumbido de la cámara. Luego el comandante les agradeció a los poetas que hubieran venido, miró el reloj y dijo que el público ya estaría impaciente.
«Bien, camaradas poetas, por favor, en fila», dijo uno de los organizadores y a medida que iba leyendo los nombres que tenía escritos en un papel, los poetas formaban en la fila y cuando el organizador les dio la orden, se pusieron en marcha hacia el estrado; había una mesa larga en la cual cada uno de los poetas disponía de una silla y un cartel con su nombre. Los poetas se sentaron en sus sillas, y en la sala, totalmente repleta, se oyó un aplauso.
Era la primera vez que Jaromil marchaba ante la multitud; la sensación de embriaguez que se apoderó de él no lo abandonó en toda la noche. Además, todo iba sobre ruedas; luego de que los poetas se sentaran en sus sillas, se acercó uno de los organizadores a la tribuna que estaba al final de la mesa, dio la bienvenida a los once poetas y los presentó. Cada vez que decía un nombre, el poeta que había sido nombrado se levantaba saludaba y la sala aplaudía. También Jaromil se levantó, saludó y quedó tan entusiasmado por el aplauso que tardó un rato en descubrir al hijo del conserje que estaba sentado en primera fila y le saludaba con la mano; respondió a su saludo y este gesto, realizado desde el estrado y ante los ojos de todos, le hizo sentir el encanto de la naturalidad fingida, de modo que a lo largo de la tarde lo repitió varias veces, dando a entender que se sentía en el estrado tan cómodo como en su propia casa.
Los poetas estaban colocados por orden alfabético y Jaromil se encontró a la izquierda del sesentón.
—Muchacho, ¡qué sorpresa, yo no sabía que era usted! ¡Claro, si han salido hace poco unos poemas suyos en la revista! —Jaromil sonrió amablemente y el poeta continuó—: Me acuerdo de su nombre, son unos poemas preciosos, me han gustado mucho —pero entonces volvió a tomar la palabra el organizador y llamó a los poetas a que pasaran a la tribuna por orden alfabético y recitaran algunos de sus últimos poemas.
Y los poetas se levantaban, leían, recibían su aplauso y volvían a su sitio. Jaromil aguardaba a que le tocara el turno, tenía miedo de trabarse, de no ser capaz de hablar con la potencia de voz necesaria, tenía miedo de todo; pero se levantó y fue como si estuviera ciego; no tuvo tiempo de pensar en nada. Comenzó a leer y a los dos primeros versos se sintió ya seguro. Y efectivamente, el aplauso que sonó al terminar su primer poema fue el mayor que se había oído en la sala.
El aplauso le dio coraje, de forma que el segundo poema lo leyó aún con mayor soltura que el primero y no le importó para nada que se encendieran cerca de él dos grandes reflectores, lo iluminaran y a diez metros de distancia zumbase la cámara. Puso cara de circunstancias, no dio el menor traspié en el recitado e incluso llegó a levantar los ojos del papel y a mirar no al espacio indeterminado de la sala, sino a un sitio totalmente preciso en donde (a unos pasos de la cámara) estaba la bella directora. Y hubo otro aplauso y Jaromil leyó dos poemas más, oyó el zumbido de la cámara, vio la cara de la chica, hizo una inclinación y regresó a su sitio; y en ese momento se levantó de su silla el sesentón e inclinando solemnemente la cabeza abrió los brazos y los cerró sobre la espalda de Jaromil: «Amigo, ¡es usted un poeta; es usted un poeta!»; y como seguía sonando el aplauso se volvió hacia la sala, saludó e hizo una leve inclinación.
Cuando terminó de recitar el undécimo poeta, el organizador volvió a subir al estrado, dio las gracias a todos los poetas y comunicó al público que quienes tuvieran interés podían volver a la sala tras un corto descanso, para un debate con los poetas. «Este debate ya no es obligatorio y es sólo para los interesados».
Jaromil estaba extasiado; todos estrechaban su mano y le rodeaban; uno de los poetas dijo ser redactor de una editorial, y se extrañó de que a Jaromil aún no le hubieran editado ninguna colección de poemas y le pidió que le enviara una; otro le invitó a participar en un mitin organizado por la Unión de Estudiantes; por supuesto, vino también el hijo del conserje, que no se movió luego ni un momento de su lado, dando a entender a todos que se conocían desde pequeños; también vino el comandante y dijo:
—¡Me parece que los laureles de la victoria se los lleva hoy el más joven!
El comandante se dirigió luego a los demás poetas y declaró que, lamentándolo mucho, no podría participar en el debate porque tenía que estar presente en el baile organizado por los alumnos de la escuela en la sala de al lado, inmediatamente después del programa de poesía. Con esa ocasión, dijo con una sonrisa maliciosa, habían venido muchas chicas de los pueblos de alrededor, porque ya se sabía que los de la policía eran unos tipos muy guapos.
—¡Bueno, camaradas, os agradezco vuestros hermosos versos y espero que no sea ésta la última vez que nos veamos!
Dio la mano a cada uno y se fue al salón de al lado, donde se oía ya tocar la orquesta.
Mientras, en la sala en que hace un rato resonaban los aplausos, el grupo de poetas que estaban junto al estrado se había quedado solo; uno de los organizadores se acercó a la tribuna y anunció:
—Queridos camaradas, doy por terminada la pausa; tienen nuevamente la palabra nuestros invitados. Los que quieran participar en el debate con los camaradas poetas, que hagan el favor de sentarse.
Los poetas volvieron a sentarse en sus sitios y frente a ellos, en la primera fila de la sala vacía se sentaron unas diez personas. Entre ellas estaba el hijo del conserje, los dos organizadores que habían acompañado a los poetas en el autobús, un señor mayor con una pierna de palo y una muleta y, aparte de algunas otras personas que no llamaban tanto la atención, dos mujeres: una debía de tener unos cincuenta años (quizá fuera una secretaria de la oficina), la otra era la directora del círculo de cine, que ya había terminado la filmación y fijaba ahora sus grandes ojos reposados en los poetas; la presencia de la hermosa mujer era tanto más significativa y reconfortante para los poetas, cuanto mayor era la intensidad con que se oían y la atracción que ejercían la música de la orquesta y el ruido del baile en la habitación contigua.
Las dos filas, sentadas una frente a otra, tenían aproximadamente el mismo número de miembros y parecían dos equipos de fútbol enfrentados; Jaromil tenía la impresión de que el silencio que se había producido era el silencio que suele preceder a un encuentro; y como el silencio duraba ya casi medio minuto, le parecía que el equipo de los poetas comenzaba a perder los primeros puntos.
Pero Jaromil subestimaba a sus compañeros; algunos de ellos participaban al cabo del año hasta en cien veladas distintas, de modo que las veladas se habían convertido en su principal tema, arte y especialidad. Recordemos esta circunstancia histórica: aquélla era la época de las veladas y los mítines; las más diversas instituciones, clubes de empresa, organizaciones del partido y de la juventud organizaban sesiones, a las cuales invitaban a los más distintos pintores, poetas, astrónomos o economistas; los organizadores de estos programas eran convenientemente valorados y retribuidos por su actividad, porque la época exigía actividad revolucionaria y como esta no se podía desarrollar en las barricadas, tenía que florecer en reuniones y debates. Y así, distintos pintores, poetas, astrónomos o economistas participaban de buena gana en sesiones por el estilo, porque así demostraban que no eran especialistas limitados sino revolucionarios y unidos al pueblo.
Por eso los poetas conocían muy bien las preguntas que el público les hacía, sabían perfectamente que se repetían con la aplastante frecuencia de las probabilidades estadísticas. Sabían que era seguro que alguien les iba a preguntar: «Y usted, camarada, ¿cómo ha empezado a escribir?». Sabían que otro preguntaría: «¿A qué edad ha escrito usted su primer poema?». Sabían que habría alguien que les preguntaría cuál era su autor preferido y tenían que contar con que habría alguien que querría jactarse de su cultura marxista y les preguntaría: «¿Cómo definirías, camarada, el realismo socialista?». Y sabían que, además de las preguntas, se les darían los siguientes consejos: que había que escribir más versos: 1) sobre la profesión correspondiente al público con el cual se llevaba a cabo el debate, 2) sobre la juventud, 3) sobre lo difícil que era la vida en la época capitalista, 4) sobre el amor.
De aquí se desprende que el medio minuto inicial no se debía a la timidez, sino más bien a la pereza de los poetas, que era producto del exceso de rutina en el ejercicio de la profesión, o a la falta de coordinación, debido a que el equipo actuaba por primera vez con esta plantilla y cada uno dejaba al otro la oportunidad de dar el puntapié inicial al balón. Finalmente, tomó la palabra el poeta sesentón, hizo un discurso brioso y bello y tras diez minutos de improvisación, se dirigió a la fila de enfrente incitándoles a que preguntasen sobre cualquier tema, sin ningún miedo. Y a partir de aquel momento los poetas pudieron, por fin, demostrar su elocuencia y habilidad para la coordinación improvisada, que marchó, desde entonces, a las mil maravillas: sabían turnarse en el uso de la palabra, añadir la frase precisa a lo dicho por el anterior, compensar una respuesta seria con una anécdota graciosa. Por supuesto, se registraron todas las preguntas fundamentales y todas las respuestas adecuadas (cómo no les iba a resultar divertido el relato del sesentón que respondió a la pregunta «¿Cuándo ha escrito usted su primer poema?», diciendo que de no ser por la gata Mica no hubiera llegado nunca a ser poeta, porque su primer poema lo había escrito sobre ella, cuando tenía cinco años, y sacó del bolsillo el poema y lo leyó y como la fila de enfrente no sabía si tomar la cosa en broma o en serio, se echó a reír él mismo inmediatamente, de modo que al fin todos, los poetas y el público, rieron alegremente durante largo rato).
Y por supuesto, llegó también la hora de las sugerencias. Fue el propio compañero de Jaromil quien se levantó y tomó la palabra en un tono campechano. Sí, la velada poética había sido preciosa y todos los poemas habían sido excelentes. Pero ¿se ha dado cuenta alguien de que se han recitado por lo menos treinta poemas (si calculamos que cada poeta ha recitado al menos tres), pero ninguno se ha referido, ni siquiera de lejos, al Cuerpo de Seguridad Nacional? ¿Y podemos afirmar que el Cuerpo de Seguridad Nacional no ocupa ni siquiera una treintava parte de nuestra vida?
Después se levantó la mujer de cincuenta años y dijo que estaba totalmente de acuerdo con lo que había dicho el antiguo compañero de Jaromil, pero que ella quería hacer una pregunta completamente diferente: «¿Por qué se escribe hoy tan poco sobre el amor?». En la fila del público se oyeron unas risas sordas y la cincuentona continuó: «En el socialismo la gente también se quiere y le gusta leer algo sobre el amor».
El sesentón se levantó, agachó la cabeza y dijo que la camarada tenía toda la razón. ¿Por qué iba a avergonzarse el hombre socialista de estar enamorado? ¿Es que hay algo de malo en ello? Él era un hombre mayor, y sin embargo reconocía que cuando veía a las mujeres con esos vestidos ligeros de verano, por debajo de los cuales se distinguían tan bien sus hermosos cuerpos jóvenes, no era capaz de vencer la tentación de darse vuelta para mirarlas. Los once miembros del público presente respondieron con la risa cómplice de los pecadores, de modo que el poeta, reconfortado, continuó: ¿Qué podía ofrecerles él a esas mujeres jóvenes? ¿Debía ofrecerles un martillo adornado con helechos? Y cuando las invitaba a su casa, ¿debía poner una hoz en el florero? De ninguna manera: debía ofrecerles rosas; la poesía amatoria se parecía a las flores que ofrecemos a las mujeres.
«Eso, eso», asintió entusiasmada la cincuentona, y el poeta, alentado por ese entusiasmo, sacó del bolsillo de la chaqueta un papel y recitó un largo poema de amor.
«Sí, sí, es precioso», dijo la cincuentona extasiada, pero inmediatamente se levantó uno de los organizadores y dijo que era verdad que el poema había sido precioso, pero que de algún modo también en la poesía amorosa debía notarse que la escribía un poeta socialista.
«¿Y en qué se puede notar?», preguntó la cincuentona, que seguía embriagada por la cabeza patéticamente inclinada del viejo poeta y por sus poesías.
Jaromil no había intervenido hasta entonces, a pesar de que ya habían hablado todos y de que sabía que era imprescindible que interviniera; había llegado su momento; aquel tema lo dominaba él desde hacía mucho tiempo; mucho tiempo, desde que iba a la casa del pintor y escuchaba embelesado sus discursos sobre el arte nuevo y el mundo nuevo. ¡Dios mío, ya estaba otra vez el pintor, ya estaban otra vez sus palabras y su voz saliendo de la boca de Jaromil!
¿Qué decía? Que el amor había estado tan deformado en la sociedad anterior por los intereses monetarios, por los prejuicios sociales, que nunca había podido ser tal como verdaderamente era, que había sido sólo una sombra de sí mismo. Será la nueva época, al desterrar el poder del dinero y la influencia de los prejuicios, la que permitirá al hombre ser plenamente humano y al amor ser más grande de lo que nunca ha sido. La poesía amorosa socialista será la voz de ese gran sentimiento liberado.
Jaromil estaba contento con lo que había dicho y registró la mirada inmóvil de dos grandes ojos negros; le pareció como si aquellas palabras, «gran amor», «sentimientos liberados» partieran de su boca como veleros engalanados hacia el puerto de aquellos grandes ojos.
Pero cuando terminó de hablar, uno de los poetas rió con ironía y dijo: «¿Estás realmente convencido de que en tus poemas hay un sentimiento amoroso mayor que en los de Heinrich Heine? Los amores de Victor Hugo, ¿son demasiado pequeños para ti? ¿El amor de Macha y el de Jan Neruda estaban mutilados por el dinero y los prejuicios?».
Aquello no debería haber ocurrido; Jaromil no supo qué contestar; se puso colorado y vio delante de sí dos grandes ojos negros, testigos de su derrota.
La cincuentona recibió con satisfacción las preguntas sarcásticas del colega de Jaromil y dijo:
—¿Qué es lo que pretendéis cambiar en el amor, camaradas? El amor seguirá siendo siempre el mismo.
El organizador volvió a levantar la voz:
—¡Eso sí que no, camarada, eso sí que no!
—No es eso lo que yo quería decir en realidad —respondió rápidamente el poeta—: Es que la diferencia entre los poemas de amor de ayer y los de hoy no consiste en la dimensión de los sentimientos.
—¿Y en qué consiste? —preguntó la cincuentona.
—Consiste en que el amor de las épocas pasadas, inclusive el más grande, ha representado siempre una especie de huida ante una vida social que no satisfacía. En cambio, el amor del hombre actual está ligado a nuestras obligaciones ciudadanas, a nuestro trabajo, a nuestra lucha, en un todo único: ahí reside su nueva belleza.
La fila de enfrente manifestó su acuerdo con la opinión del colega de Jaromil, pero Jaromil, en cambio, estalló en una risa maligna: «Esa belleza, querido amigo, no es demasiado nueva. ¿O es que los clásicos no han vivido una vida en la que el amor se enlazara con la lucha social? Los amantes del famoso poema de Shelley eran ambos revolucionarios y murieron juntos en la hoguera. ¿Tú crees que ése es un amor aislado de la vida social?».
Lo peor fue que así como Jaromil no había sabido hacía un rato qué responder a los argumentos de su colega, este también había quedado ahora totalmente derrotado, de manera que aquello podía dar la impresión (una impresión intolerable) de que entre el ayer y el hoy no existía ninguna diferencia y de que, por lo tanto, no había ningún mundo nuevo. Por eso la cincuentona se levantó de inmediato con una sonrisa ansiosa y preguntó:
—Decidme entonces: ¿cuál es la diferencia entre el amor de ayer y el amor de hoy?
En este momento decisivo, cuando nadie sabía cómo salir del atolladero, intervino el hombre de la pierna de palo y la muleta; había seguido el debate durante todo el tiempo con atención, pero notablemente inquieto; ahora se levantó y se apoyó con firmeza en la silla:
—Queridos camaradas, permitidme que me presente —dijo, y los de su fila comenzaron a gritar que no era necesario, que ya lo conocían perfectamente—. No pretendo presentarme ante vosotros, sino ante los camaradas a quienes hemos invitado a este debate —agregó con tono conminatorio; y como sabía que su nombre no les diría nada a los poetas, hizo un resumen de la historia de su vida; llevaba ya en esta casa casi treinta años; había trabajado aquí cuando el industrial Kocvara utilizaba la casa como residencia de verano; había estado aquí durante la guerra, cuando la Gestapo metió en la cárcel al industrial y usó el edificio como casa de recreo; después de la guerra, la villa había sido confiscada para el Partido Socialista Nacional y ahora la tenía la policía—. Y puedo afirmar, por todo lo que he visto, que ningún gobierno se ha ocupado tanto del pueblo trabajador como este gobierno comunista —sin embargo, creía que ni siquiera en la situación actual habían dejado de existir problemas. Cuando estaba el industrial Kocvara, cuando estaba la Gestapo y cuando estaban los socialistas nacionales, la parada del autobús estaba justo enfrente de la residencia. Sí, aquello era muy cómodo y a él le bastaba con dar diez pasos para llegar desde su habitación en el sótano hasta la parada. Y de repente habían trasladado la parada doscientos metros más allá. Ya había protestado en todos los sitios en donde podía protestar. Todo había sido inútil—. Díganme ustedes: ¿por qué precisamente ahora, cuando la residencia pertenece al pueblo trabajador —golpeó con la muleta en el suelo— tienen que poner la parada tan lejos?
Los de la primera fila contestaron (entre impacientes y divertidos) que ya le habían explicado cien veces que ahora el autobús paraba delante de la fábrica que se había acabado de construir.
El hombre de la pierna de madera respondió que eso ya lo sabía, pero que había propuesto que el autobús parase en los dos sitios.
Los de la primera fila contestaron que era ridículo que el autobús tuviera dos paradas a doscientos metros de distancia una de otra.
La palabra «ridículo» ofendió profundamente al hombre de la pierna de palo; declaró que a él nadie le podía decir esa palabra; golpeó con la muleta en el suelo y se puso colorado. Además, no era verdad que no fuera posible poner dos paradas en una distancia de doscientos metros. Él sabía que en otras líneas de autobuses había paradas que estaban a esa distancia.
Uno de los organizadores se levantó y repitió al hombre de la pierna de palo, palabra por palabra (se notaba que ya lo había tenido que hacer muchas veces), la disposición de la empresa de autobuses checoslovaca por la cual se prohibía expresamente que las paradas estuvieran a tan escasa distancia unas de otras.
El hombre de la pierna de palo respondió que había propuesto una solución de compromiso; que sería posible que la parada estuviera precisamente a mitad de camino entre la fábrica y la residencia.
Le contestaron que, en ese caso, tanto los policías como los obreros, tendrían la parada lejos.
La discusión sobre este tema duraba ya veinte minutos y los intentos de los poetas de intervenir en el debate eran vanos; el público estaba tan interesado por un tema que dominaba perfectamente, que no les dejaba ni hablar. Y mientras el hombre de la pata de palo no quedó suficientemente disgustado por la resistencia de sus compañeros de trabajo como para volver a sentarse en la silla, profundamente ofendido, no se hizo nuevamente el silencio, silencio cuyo espacio llenó ruidosamente la música de la orquesta de la habitación contigua.
Pasó un rato sin que nadie dijera nada, hasta que, al fin, uno de los organizadores se levantó y agradeció a los poetas su visita y el interesante debate. Por parte de los invitados se levantó el poeta sesentón y dijo que la discusión había sido (como de costumbre) mucho más interesante para ellos, para los poetas, que para el público, y que eran ellos quienes debían agradecer.
En la habitación de al lado se oía la voz del cantante; los asistentes se agruparon alrededor del hombre de la pata de palo para calmar su enojo y los poetas se quedaron solos. Pasó un rato hasta que se acercaron a ellos el hijo del conserje y los dos organizadores y los acompañaron hasta el autobús.