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Pero dejemos que permanezca todavía un rato delante de nuestros ojos, sentado ante una jarra de cerveza y frente al hijo del conserje; detrás de él se halla lejos el mundo cerrado de su infancia y delante de él, con la forma de su compañero de colegio, el mundo de la acción, un mundo ajeno al que teme y ansia desesperadamente.

En esta imagen está reflejada la situación fundamental de la inmadurez; el lirismo es el modo de hacer frente a esta situación: El hombre, que ha sido desterrado del refugio seguro de la infancia, quiere entrar en el mundo, pero, al mismo tiempo, lo teme, y por eso crea con sus versos uno artificial, supletorio. Deja que sus poemas giren en torno a él, como los planetas lo hacen alrededor del sol; se convierte en el centro de un pequeño universo, en el que nada le es extraño, en el que se siente en su casa, como el niño dentro de la madre, pues todo está hecho de la misma materia que su alma. Allí es donde puede realizar todo eso que «afuera» es tan difícil; allí puede, como el estudiante Wolker, ir con las masas proletarias a la revolución, y como el virginal Rimbaud, azotar a sus «pequeñas amantes», pero esas masas y esas amantes no están hechas de la materia hostil de un mundo extraño, sino de la materia de sus propios sueños, son, por lo tanto, lo mismo que él y no interfieren la unidad del universo que ha construido para sí.

No sé si conoceréis el hermoso poema de Orten acerca del niño que era feliz dentro del cuerpo de su madre y que percibe su nacimiento como una horrible muerte, una muerte llena de luz y de pavorosos rostros, de modo que quiere volver, volver a la mamá, volver hacia el perfume dulcísimo.

Dentro del hombre inmaduro queda durante mucho tiempo la añoranza de la seguridad y la unidad de aquel universo que él solo llenaba por completo dentro de la madre, y permanece dentro de él también la angustia (o el enfado) contra el mundo adulto de la relatividad, en el que se pierde como una gota en el mar de lo ajeno. Por esto los jóvenes son monistas apasionados, embajadores de lo absoluto: por esto el poeta lírico crea en sueños su propio universo poético; por eso el joven revolucionario quiere un mundo absolutamente nuevo, forjado de una sola y única idea clara; por eso no soportan los compromisos ni en el amor ni en la política; el estudiante rebelde grita a través de la historia su todo o nada y el veinteañero Víctor Hugo se enfurece cuando ve que Adéle Foucher, su novia, levanta su falda en la acera embarrada, descubriendo el tobillo. Me parece que el pudor es más valioso que una falda, le reconviene luego en una carta severa y le amenaza: presta atención a lo que te digo aquí si no quieres que me vea expuesto a tener que darle una bofetada al primer insolente que se atreva a echarte una mirada.

El mundo de los adultos, al escuchar esa amenaza patética, se muere de risa. El poeta ha sido herido por la traición del tobillo de su amada y por la risa de la gente y empieza el drama del lirismo y el mundo.

El mundo de los adultos sabe perfectamente que lo absoluto es ficticio, que no hay nada humano que sea grande ni eterno y que es corriente que la hermana duerma con su hermano en la misma habitación; ¡pero Jaromil se tortura! La pelirroja le ha anunciado que su hermano llegará a Praga y que va a vivir en su casa durante una semana; ha llegado incluso a pedirle que no la visite durante ese período. Eso ya ha sido demasiado para él y ha expresado su indignación en voz alta: ¡no podía estar de acuerdo en renunciar a su novia por culpa de ese individuo (le llamó así, despectivamente y con orgullo: ese individuo) durante toda una semana!

«¿Por qué me lo echas en cara? —se ha defendido la pelirroja—: Soy más joven que tú y sin embargo siempre nos vemos en mi casa. ¡A tu casa no podemos ir nunca!».

Jaromil sabía que la pelirroja tenía razón, lo que no hizo más que aumentar su disgusto; volvió a darse cuenta de que su dependencia era vergonzosa y cegado por la ira le comunicó ese mismo día a su mamá (con una dureza inusitada hasta entonces) que iba a invitar a la chica a su casa, porque no tenía otra posibilidad de estar a solas con ella.

¡Cómo se parecen la madre y el hijo! Los dos están atacados de la misma nostalgia del paraíso monista de la unidad y la armonía: él quiere ir tras el dulcísimo aroma de las profundidades maternas y ella quiere ser (de nuevo y constantemente) ese perfume dulcísimo. A medida que el hijo se iba haciendo mayor, se esforzaba por seguir rodeándolo como un regazo etéreo; hacía suyas todas sus opiniones; era partidaria del arte moderno, del comunismo, creía en la fama del hijo, se indignaba ante el oportunismo de los profesores que ayer decían lo contrario de lo que afirmaban hoy; pretendía estar siempre alrededor de él, como su firmamento, quería ser siempre de la misma materia que él.

Pero ¿cómo podría ella, partidaria de la unión armónica, aceptar la materia extraña de una mujer ajena?

Jaromil vio la desaprobación en su cara y se hizo más terco. Sí, era verdad que quería volver tras el perfume dulcísimo, buscaba el antiguo universo materno, pero hacía ya mucho tiempo que no lo buscaba en el seno de su mamá; en la búsqueda de la mamá perdida quien más le estorbaba era precisamente la mamá.

Comprendió que el hijo no estaba dispuesto a dar marcha atrás y optó por someterse; la pelirroja se encontró por primera vez sola con Jaromil en su habitación, lo que habría resultado precioso, a no ser por el nerviosismo de ambos; es verdad que la mamá estaba en el cine, pero, en realidad, se hallaba permanentemente con ellos; les parecía como si fuera a oírlos; hablaban en una voz mucho más baja de lo que acostumbraban; cuando Jaromil intentó abrazar a la pelirroja se encontró con que su cuerpo estaba frío y comprendió que era mejor no insistir; de manera que ese día, en lugar de disfrutar, estuvieron hablando deshilvanadamente de no se sabe qué, sin dejar de observar las agujas del reloj que anunciarían la llegada de la madre; la única manera de salir de la habitación de Jaromil era pasar por la habitación de ella y la pelirroja no quería encontrársela ni por casualidad; por eso se marchó casi media hora antes de que la madre llegara, dejando a Jaromil de muy mal humor.

Pero aquello no le disuadió de su postura sino que, por el contrario, aumentó su terquedad. Comprendió que su propia situación en la casa en que vivía era insoportable; aquella no era su casa, era la casa de su madre y él sólo era alguien que vivía allí con ella. Esto despertó en él la firme decisión de oponerse. Volvió a invitar a la pelirroja y esta vez la recibió con una conversación provocativa, con la que pretendía ahuyentar la angustia que la vez pasada los había inmovilizado. Había preparado incluso una botella de vino y, como no estaban acostumbrados al alcohol, se encontraron rápidamente en situación de olvidarse de la omnipresente sombra de la mamá.

Durante toda la semana la mamá regresaba tarde a casa, como deseaba Jaromil e incluso más tarde de lo que él quería: se iba de casa aunque no se lo pidiera. No se trataba de buena voluntad ni de una concesión sabiamente meditada; no era sino una demostración pública. Sus regresos tardíos debían manifestar claramente la brutalidad del hijo, debían demostrarle que estaba actuando como si fuera el dueño de la casa y ella fuera sólo una persona a quien él soportaba a disgusto, sin concederle siquiera el derecho a sentarse a leer un libro en el sillón de su habitación cuando volvía cansada del trabajo.

Por desgracia, no podía aprovechar aquellas largas tardes que pasaba fuera de casa para visitar a ningún hombre, porque el compañero de trabajo que antes se interesaba por ella, ya se había cansado hacía tiempo de asediarla infructuosamente, así que iba al cine, al teatro, intentaba (con poco éxito) volver a relacionarse con alguna de las amigas, de las que ya casi se había olvidado y con una satisfacción morbosa asumía las amargas sensaciones de una mujer que, después de haber perdido a sus padres y a su marido, se ve expulsada de su casa por su propio hijo. Se sentaba en una sala oscura; lejos de ella, en la pantalla, se besaban dos personas desconocidas y a ella le corrían lágrimas por las mejillas.

Un día volvió a casa algo más pronto que de costumbre, preparada para poner cara de ofendida y para no responder al saludo de su hijo. Cuando entró en su habitación, aún antes de que hubiera podido cerrar la puerta, se encontró con algo que le hizo subir la sangre a la cabeza; desde la habitación de Jaromil, es decir, desde un sitio que estaba a escasos metros de distancia, se oía la ruidosa respiración de su hijo entremezclada con suspiros de mujer.

Era incapaz de moverse del sitio y al mismo tiempo se decía que no podía quedarse así, sin más, oyendo aquellos suspiros amorosos, porque era como si permaneciera al lado de ellos, como si los estuviera mirando (y efectivamente en ese momento era como si los estuviese viendo con perfecta claridad) y aquello era completamente insoportable. Se apoderó de ella una ola de rabia furiosa, tanto más demencial en la medida en que era consciente de su propia impotencia, porque no podía ni pegar patadas, ni gritar, ni romper los muebles, ni entrar y pegarles, lo único que podía hacer era estarse quieta y oírlos.

Y en aquel momento, los últimos restos de prudencia que le quedaban se unieron a aquella ola de rabia en una repentina inspiración demencial: Cuando la pelirroja en la habitación contigua volvió a gemir, la mamá exclamó con una voz llena de angustia: «¡Jaromil, por Dios! ¿Qué le ocurre a la señorita?».

Los suspiros se acallaron inmediatamente y la mamá corrió al botiquín; cogió un frasco y volvió rápida hasta la puerta de la habitación de Jaromil; cogió el pestillo; la puerta estaba cerrada. «¡Por Dios, no me asustéis! ¿Le ha ocurrido algo a la señorita?».

Jaromil tenía entre sus brazos el cuerpo de la pelirroja que temblaba de angustia y dijo:

—No, nada…

—¿Le ha dado un ataque?

—Sí —respondió.

—Ábreme, tengo aquí unas gotas —dijo la mamá y volvió a coger el pestillo de la puerta cerrada.

—Espera —dijo el hijo y se levantó rápidamente de la cama.

—Esos dolores son terribles —dijo la mamá.

—Ya va, en seguida —dijo Jaromil y se puso de prisa el pantalón y la camisa y le echó por encima una manta a la chica.

—¿Es del estómago, verdad? —preguntó la mamá a través de la puerta.

—Sí —dijo Jaromil y entreabrió la puerta para coger el frasco de las gotas.

—Me dejarás entrar, ¿no? —dijo la mamá. Una especie de demencia la impulsaba hacia delante; entró en la habitación sin esperar respuesta; lo primero que vio fue el sostén y la restante ropa de la chica sobre la silla; luego vio a la chica; estaba encogida debajo de la manta, toda pálida, como si tuviera un ataque.

Ahora ya no podía retroceder; sé sentó junto a ella:

—¿Qué le ha ocurrido? Llego a casa y oigo semejantes gemidos, pobrecita… —echó veinte gotas en un terrón de azúcar—: Yo sé bien cómo son estos cólicos de estómago; en cuanto se tome usted esto, se sentirá mejor… —y le acercó luego el azúcar a la boca y la chica abrió obediente la boca ante el terrón de azúcar, como hacía un rato la había abierto ante los labios de Jaromil.

Si había entrado en la habitación del hijo embriagada de cólera, ahora lo único que le había quedado era la pura embriaguez: miró aquella pequeña boca que se abría tiernamente y sintió un horrible deseo de arrancarle la manta y tenerla delante de sí desnuda; de eliminar la cerrazón hostil de aquel pequeño mundo que formaban la pelirroja y Jaromil; de tocar lo que tocaba él; de declararlo suyo; de ocuparlo; de estrechar a aquellos dos cuerpos en su regazo etéreo; de ponerse en medio de sus desnudeces tan mal cubiertas (no se le escapó el detalle de que en el suelo estaba tirado el calzoncillo de Jaromil); de meterse entre ellos dos descarada e inocentemente como si se tratara de un cólico de estómago; de estar con ellos como estaba con Jaromil cuando le daba de beber de su pecho; de penetrar a través de la pasarela de su ambigua inocencia en sus juegos y en sus actos amorosos; de ser como un firmamento alrededor de los cuerpos desnudos de ellos, de estar con ellos…

Entonces le dio miedo su propia excitación. Le aconsejó a la chica que respirara hondo y volvió rápidamente a su habitación.