La poesía lírica es un territorio en el que cualquier afirmación se hace verdad. El poeta lírico dijo ayer: la vida es vana como el llanto, hoy dice: la vida es alegre como la risa y en las dos ocasiones tenía razón. Hoy dice: todo termina y cae en el silencio, mañana dirá: nada termina y todo sigue sonando eternamente y las dos aseveraciones son válidas. El poeta lírico no está obligado a demostrar nada; la única demostración es el patetismo de la vivencia.
El genio de lo lírico es el genio de la inexperiencia. El poeta sabe poco del mundo, pero las palabras que de él salen se estructuran en conjuntos hermosos que son definitivos como el cristal; el poeta es inmaduro y sin embargo su verso es tan acabado como una profecía ante la cual hasta él mismo queda asombrado.
Ay, mi amor mi amor de agua había leído en una ocasión la mamá de Jaromil en su primer poema y le pareció (casi se avergonzó) que su hijo sabía más del amor que ella misma; no conocía la anécdota de que Magda había sido espiada por el ojo de la cerradura; el amor de agua era para ella la connotación de algo mucho más abstracto, de una especie de categoría secreta del amor, un tanto incomprensible, cuyo sentido sólo podía ser interpretado tal como interpretarnos el sentido de las frases de la Sibila.
Podemos reírnos de la inmadurez del poeta, pero también tenemos que asombrarnos: en sus palabras queda prendida una gota que resbala del corazón e infunde al verso la luz de la belleza. Pero esa gota no tiene por qué haber sido exprimida del corazón por una verdadera vivencia vital, casi nos da la impresión de que el poeta se exprime a veces el corazón como la cocinera exprime sobre la ensalada el limón cortado. Jaromil, a decir verdad, no se planteaba demasiados problemas con los obreros de Marsella en huelga, pero cuando escribió el poema sobre el amor que por ellos sentía, estaba verdaderamente emocionado y rociaba abundantemente aquellas palabras con su emoción, de modo que éstas se convertían en una verdad sangrante.
El poeta lírico dibuja en sus poemas su autorretrato; pero como ningún retrato es totalmente fiel, podemos decir —con el mismo derecho— que retoca su cara con sus poesías.
¿La retoca? Sí, la hace más expresiva, porque sufre por la indeterminación de sus propios rasgos; se encuentra borroso, inexpresivo, indefinido; desea la forma de sí mismo; desea que el revelador fotográfico de los poemas dé a sus rasgos un perfil firme y determinado.
Y hace que sea más expresiva, porque vive una vida pobre en acontecimientos. En sus versos, el mundo materializado de sus sentimientos y sus sueños tiene a menudo una configuración tormentosa y reemplaza el dramatismo de las acciones nunca realizadas.
Pero, para poder vestirse con su retrato y penetrar en el mundo con él, es necesario que el retrato sea expuesto y el poema publicado. Jaromil ya había publicado unos cuantos poemas en el Rude Pravo pero, sin embargo, no estaba satisfecho. En las cartas con que acompañaba sus poemas se dirigía en un tono familiar a un redactor desconocido, porque quería obligarlo a que le contestara para conocerlo personalmente, pero (y esto lo llenaba de vergüenza) a pesar de que publicaban sus versos, nadie tenía la intención de conocerlo como a un ser vivo ni de entablar contacto con él; el redactor nunca contestaba a sus cartas.
El eco de sus poemas entre sus compañeros también era distinto de lo que esperaba. Quizá si hubiera pertenecido a la élite de los poetas del momento, que actuaban en público y cuyas fotografías ilustraban las revistas semanales, tal vez en ese caso se hubiera convertido en la atracción del curso en que estudiaba. Pero aquellos pocos poemas perdidos en las páginas del periódico apenas bastaban para llamar la atención durante unos pocos minutos y convirtieron a Jaromil, ante los ojos de sus compañeros, a los que esperaba una brillante carrera política o diplomática, más en personaje extraño, carente de interés, que en un personaje extrañamente interesante.
¡Y Jaromil ansiaba tanto la gloria! La ansiaba como todos los poetas: ¡Oh, gloria!, ¡oh, divinidad potente! ¡Ah, haz que tu nombre me inspire y que mis versos puedan conseguirte!, le rezaba Victor Hugo; soy un poeta, soy un gran poeta y un día me amará todo el mundo, es necesario que lo repita así, que le rece así a mi mausoleo inacabado, se consolaba Liri Orten.
El deseo obsesivo de admiración no es un simple defecto que va unido al talento del poeta lírico (como ocurriría en el caso de un matemático o un arquitecto) sino que forma parte de la esencia misma del talento lírico, es algo que lo define directamente porque lírico es aquél que muestra su autorretrato al mundo, llevado por el deseo de que su rostro, pintado sobre la tela del verso, sea amado y endiosado.
Mi alma es una flor exótica de un especial perfume nervioso. Tengo un gran talento, quizá incluso genio, escribía en su diario Jiri Wolker, y Jaromil, fastidiado por el silencioso redactor del diario, había elegido unos cuantos poemas y los había enviado a la más importante revista literaria. ¡Qué felicidad! Catorce días más tarde recibió la respuesta de que sus poemas les habían parecido interesantes y debía tener la amabilidad de pasar por la redacción. Se preparaba para esa cita con el mismo cuidado con que antes se preparaba para sus citas femeninas. Ha decidido que era necesario que se presentara a los redactores en el más profundo sentido de la palabra y había intentado definir para sí mismo su personalidad como poeta, como hombre, su programa, de dónde había partido, qué había superado, qué era lo que amaba, qué era lo que odiaba. Finalmente había cogido papel y lápiz y apuntado las características principales de sus opiniones, sus puntos de vista, las etapas de su desarrollo. Llenó de anotaciones unas cuantas hojas y un buen día llamó a la puerta y entró.
Detrás de la mesa de la redacción estaba sentado un hombre pequeño y delgado que le preguntó qué deseaba. Jaromil dijo su nombre. El redactor le volvió a preguntar qué era lo que deseaba. Jaromil repitió (en voz más alta y con más claridad) su nombre. El redactor le dijo que era para él un placer conocer a Jaromil, pero que le gustaría saber qué era lo que deseaba. Jaromil le dijo que había enviado sus versos a la redacción y que se le había invitado a venir. El redactor le dijo que de los poemas se ocupaba un compañero que estaba ausente en aquel momento. Jaromil dijo que era una lástima porque le hubiera gustado saber cuándo iban a ser publicados sus poemas.
El redactor perdió la paciencia, se levantó de la silla, cogió a Jaromil del brazo y le condujo hasta un gran armario. Lo abrió y señaló hacia unos enormes montones de papeles apilados en los estantes: «Querido camarada, recibimos diariamente versos de doce nuevos autores como promedio. ¿Cuántos autores son al cabo del año?».
—No sé hacer la cuenta —dijo Jaromil, confundido cuando el redactor le insistió en que contestara.
—Anualmente son cuatro mil trescientos ochenta poetas noveles. ¿Te gustaría ir al extranjero?
—¿Por qué no? —dijo Jaromil.
—Entonces continúa escribiendo —dijo el redactor—: Estoy seguro de que antes o después terminaremos exportando poetas. Otros países exportan obreros, ingenieros, cereales o carbón, pero nuestra mayor riqueza son los poetas. Los poetas checos van a fundar la poesía de los países subdesarrollados. Nuestra economía obtendrá a cambio de los poetas máquinas y plátanos.
Algunos días más tarde, la mamá le dijo a Jarornil que había estado preguntando por él el hijo del conserje.
—Dijo que pasaras a verlo por la policía. Y que no me olvide de decirte que te felicita por tus poemas.
Jaromil se puso rojo de alegría:
—¿De veras dijo eso?
—Sí. Cuando se iba dijo exactamente: «Dígale que lo felicito por sus poemas. No se olvide de decírselo».
—Qué alegría, sí, qué alegría —dijo Jaromil, subrayando las palabras de un modo especial—: Yo escribo mis versos precisamente para la gente que es como él. Yo no escribo para los redactores de las revistas. Los carpinteros tampoco hacen sus mesas para carpinteros, sino para la gente.
Y así, un día, entró en el gran edificio de la Seguridad del Estado, se dirigió a un portero que iba armado con una pistola, esperó un rato en el vestíbulo y finalmente estrechó la mano de su viejo amigo que bajaba por la escalera saludándolo alegremente. Luego fueron a su oficina y el hijo del conserje repitió por cuarta vez: «Yo no sabía que tuviera un compañero de clase tan famoso. Estuve dudando, será él, no será él, pero al final me dije que un nombre así no aparece con tanta frecuencia».
Luego llevó a Jaromil por el pasillo hasta un panel de anuncios en el cual había unas cuantas fotografías (entrenamiento de policías con perros, con armas, con paracaídas), dos circulares y en medio de todo aquello destacaba un recorte del periódico con el poema de Jaromil; el recorte estaba enmarcado con una línea de color rojo y presidía todo el panel.
—¿Qué me dices? —preguntó el hijo del conserje y Jaromil no dijo nada, pero era feliz; era la primera vez que veía un poema suyo viviendo su propia vida, independiente de la de él.
El hijo del conserje lo cogió del brazo y lo llevó de nuevo a su oficina.
—Ves, seguro que no creías que los policías también leyeran poemas —rió.
—¿Por qué no? —dijo Jaromil, que estaba impresionado por el hecho de que sus poemas no los leyeran únicamente las viejas solteronas, sino también los hombres que llevaban un revólver a la cintura—. ¿Por qué no? Los policías de hoy no son como aquellos salvajes de la república burguesa.
—Tú dirás que a los policías no les van los versos, pero no es así —el hijo del conserje seguía exponiendo su idea.
Y también Jaromil continuaba con la suya:
—Tampoco los poetas de hoy son lo mismo que los poetas de antes. Ya no son niños mimados.
Y el hijo del conserje seguía adelante con su idea:
—Precisamente porque tenemos un oficio tan duro (ni te imaginas lo duro que es) nos viene bien de vez en cuando algo delicado. Hay veces en que uno casi no puede soportar lo que tiene que hacer aquí.
Después lo invitó (precisamente había terminado su turno de servicio) a tomar un par de cervezas en el bar de enfrente.
—Te juro, tío, que esto no es ninguna broma —siguió hablando con un jarro de cerveza en la mano—. ¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez sobre el judío aquel? Ya está en chirona. Y menudo cabrón es el tío.
Por supuesto que Jaromil no sabía que el hombre del pelo negro que dirigía el círculo de jóvenes marxistas hubiera sido detenido; es cierto que tenía una confusa idea de que estaban deteniendo gente, pero no sabía que los detenidos fueran miles, ni que estuvieran deteniendo a comunistas, ni que los torturasen, ni que sus culpas fueran la mayoría de las veces falsas; por eso no fue capaz de reaccionar ante la noticia más que con una simple expresión de sorpresa, que no incluía ninguna toma de posición ni juicio al respecto, pero que reflejaba, sin embargo, una cierta medida de asombro y compasión, de modo que el hijo del conserje se vio obligado a decir con energía:
—Aquí no cabe ningún sentimentalismo.
Jaromil se asustó de que el hijo del conserje se volviera a escapar, de que volviera a estar por delante de él.
—No te extrañes de que me dé lástima. Es difícil impedirlo. Pero tienes razón, el sentimentalismo nos podría salir caro.
—Muy caro —dijo el hijo del conserje.
—Ninguno de nosotros quiere ser cruel —dijo Jaromil.
—Claro que no —asintió el hijo del conserje.
—Pero la mayor crueldad que podríamos cometer sería no tener el valor de ser crueles con los crueles —dijo Jaromil.
—Así es —asintió el hijo del conserje.
—Nada de libertad para los enemigos de la libertad. Eso es cruel, ya lo sé, pero así debe ser.
—Debe —afirmó el hijo del conserje—. Yo te podría hablar mucho de eso, pero no puedo ni debo contar nada. Son todas cosas secretas, yo no puedo hablar ni con mi mujer de lo que hago aquí.
—Ya lo sé —dijo Jaromil—, y lo comprendo —y una vez más sintió envidia de su compañero de clase por aquel oficio viril, por aquellos secretos, por su mujer, y hasta porque debía mantener secretos y ella no tenía más remedio que aceptarlo; sentía envidia de aquella vida real cuya cruel belleza (y bella crueldad) continuaba cayendo fuera de su alcance (no entendía en absoluto por qué habían detenido al hombre de pelo negro, lo único que sabía es que así había tenido que ser), tenía envidia de aquella vida real a la que él (cara a cara con un compañero suyo de su misma edad, volvía a darse cuenta de eso amargamente) aún no había accedido.
Mientras Jaromil meditaba con envidia, el hijo del conserje lo miró a los ojos (sus labios se estiraron casi imperceptiblemente en una sonrisa tonta) y comenzó a recitar el poema que había puesto en el tablero; lo sabía de memoria y no se equivocó ni una palabra. Jaromil no sabía qué cara poner (su compañero no le quitaba ni por un momento los ojos de encima), se puso colorado (se daba cuenta de lo ridícula que era la ingenua forma de recitar de su antiguo compañero de clase), pero el sentimiento de orgullo era mucho más poderoso que el de vergüenza: ¡el hijo del conserje conocía sus versos y los apreciaba! ¡Sus poemas habían penetrado en el mundo de los hombres en lugar suyo y antes que él, como mensajeros suyos, como patrullas de reconocimiento! Los ojos se le llenaron de lágrimas de autosatisfacción, se avergonzó de ellas y agachó la cabeza.
El hijo del conserje terminó de recitar y seguía mirando a Jaromil a los ojos; después le dijo que durante todo el año se celebraban, en una preciosa residencia en las afueras de Praga, cursillos para los policías jóvenes y que de vez en cuando invitaban a distintas personas interesantes.
—Nos gustaría invitar algún domingo también a los poetas checos. Hacer una gran velada poética.
Pidieron otra cerveza y Jaromil dijo:
—Es muy bonito que precisamente los policías organicen una velada de poesía.
—¿Y por qué no los policías? ¿Qué tendría de malo?
—Claro, ¿qué tendría de malo? —dijo Jaromil—. Policía, poesía, quizá la cosa combina mejor de lo que algunos piensan.
—¿Y por qué no iba a combinar? —dijo el hijo del conserje.
—¿Por qué no? —dijo Jaromil.
—Eso es —dijo el hijo del conserje; y afirmó que le gustaría que entre los poetas invitados estuviera Jaromil.
Jaromil se defendió, pero al final aceptó de buena gana; si la literatura había dudado en ofrecer su mano frágil (achacosa) a sus versos, le ofrecía la suya (ruda y dura) la propia vida.