La familia que vivía en las habitaciones de la planta baja estaba orgullosa del vientre de la madre, que aumentaba día a día; el tercer hijo estaba en camino y el padre de la familia interpeló un día a la madre de Jaromil para decirle que era injusto que dos personas ocuparan el mismo espacio que cinco; le propuso que le dejaran una de las tres habitaciones del primer piso. La mamá le respondió que no podía. El inquilino contestó que entonces el propio ayuntamiento tendría que decidir si las habitaciones de la casa estaban bien repartidas. La mamá le dijo que su hijo se iba a casar dentro de poco y que entonces serían tres en el primer piso y que era posible que pronto fueran cuatro.
Cuando Jaromil le comunicó, poco tiempo después, que quería presentarle a su chica, la madre pensó que aquello le convenía, porque así los inquilinos verían que lo del casamiento del hijo no era una excusa.
Pero cuando le confesó a la mamá que la chica era la misma que ella conocía de la tienda en donde hacía las compras, no fue capaz de ocultar un gesto de desagradable sorpresa.
—Espero que no te importe —dijo con aire belicoso— que sea una dependienta, ya te he dicho que es una simple mujer trabajadora.
A la mamá le costó trabajo hacerse a la idea de que aquella chica distraída, poco atenta y nada guapa, fuera el amor de su hijo, pero al fin se contuvo.
—No te enfades porque me haya llamado la atención —dijo, preparada a soportar todo lo que el hijo pudiera hacer caer sobre sus espaldas.
Y así se llevó a cabo la visita, que duró tres amargas horas; todos estaban nerviosos, pero fueron capaces de aguantarlo.
—¿Qué tal, te gustó? —le preguntó a la mamá con impaciencia cuando se quedó solo con ella.
—Sí, me gustó bastante, ¿por qué no habría de gustarme? —respondió, con la certeza de que el tono de su voz delataba precisamente lo contrario de lo que estaba diciendo.
—¿Así que no te gustó?
—Ya te digo que me gustó.
—Me doy cuenta, por el tono de tu voz, de que no te gustó. Dices lo contrario de lo que piensas.
La pelirroja había cometido toda una serie de incorrecciones durante la visita (le había dado la mano a la mamá antes de que ella lo hiciera, había sido la primera en sentarse a la mesa, había sido la primera en tomar la taza de café), muchas faltas de educación (interrumpía a la mamá cuando estaba hablando) y había demostrado falta de tacto (había preguntado a la mamá cuántos años tenía); cuando la mamá comenzó a sacar la cuenta de todos los errores tuvo miedo de que el hijo se enfadase por su meticulosidad (Jaromil consideraba que la excesiva atención al buen comportamiento era un rasgo pequeñoburgués) y por eso añadió de inmediato:
—De todos modos, eso no es nada que no se pueda corregir. Basta con que la traigas a casa con mayor frecuencia. Aquí se hará más fina y educada.
Pero en el momento en que se imaginó que se vería obligada a ver con regularidad a aquel cuerpo feo, pelirrojo y enemigo, se apoderó de ella una nueva e insuperable sensación de disgusto y dijo en tono apaciguador:
—Además, no podemos enfadarnos de que sea como es. Tienes que imaginarte en qué medio ha crecido y dónde trabaja. No me gustaría ser una de las chicas que trabajan en esas tiendas. Todo el mundo se toma libertades con una, tienes que satisfacer los deseos de cualquiera. Si el jefe se quiere meter contigo, no le puedes decir que no. Al fin y al cabo, en un sitio así no se le da demasiada importancia a una aventura amorosa.
Miraba la cara del hijo y veía cómo iba cambiando de color; una ardiente ola de celos invadió su cuerpo y a la mamá le pareció sentir el ardor de aquella ola dentro de sí misma (cómo no lo iba a sentir, si era la misma ola ardiente que sintió dentro de sí cuando le presentó a la pelirroja, de modo que podemos decir que la madre y el hijo estaban uno frente al otro como vasos comunicantes por los que pasaba el mismo ácido). La cara del hijo había vuelto a ser otra vez infantil y dependiente; de repente, quien estaba frente a ella ya no era aquel hombre extraño e independiente, sino su querido niño que sufría, aquel niño que antes buscaba refugio en ella y a quien ella consolaba. Era incapaz de apartar los ojos de aquella maravillosa escena.
Pero luego Jaromil se fue a su habitación y ella se sorprendió a sí misma (llevaba ya un rato sola) golpeándose con los puños la cabeza y recriminándose en voz baja: «¡Basta ya, basta ya, basta de celos, basta ya, basta de celos!».
Pero lo que había ocurrido no tenía remedio. El refugio hecho de ligeras velas azules, el refugio de la armonía, guardado por el ángel de la infancia, estaba rasgado. Para la madre y para el hijo había comenzado la época de los celos.
Las palabras de la mamá sobre aquellas aventuras intrascendentes seguían resonando en su cabeza. Se imaginaba a los compañeros de trabajo de la pelirroja, a los vendedores, contándole chistes verdes, se imaginaba aquel corto contacto obsceno entre el oyente y el narrador y se torturaba horriblemente, se imaginaba al jefe de la tienda rozando su cuerpo, tocándole un pecho como por descuido o dándole una palmada en el culo y se ponía furioso al pensar que a aquellos contactos no se les daba demasiada importancia, mientras para él lo eran todo. En una ocasión, cuando estaba de visita en casa de ella, se dio cuenta de que se había olvidado de echar el cerrojo en el cuarto de baño. Le hizo una escena, porque se la imaginó en seguida en el retrete de la tienda y a un hombre extraño entrando allí por casualidad cuando ella estuviera sentada en el váter.
Cuando confiaba a la pelirroja los sufrimientos que le producían los celos, ella sabía calmarlo con su ternura y sus promesas; pero bastaba con que se quedara un rato solo en su habitación infantil, para que se diera cuenta en seguida de que no tenía garantía alguna de que la pelirroja le dijera la verdad cuando lo consolaba. ¿No la obligaba él mismo a que mintiera? Al haber reaccionado tan bruscamente frente a la tontería aquélla de la revisión médica, ¿no le había impedido de una vez para siempre que le dijera lo que pensaba?
¿Dónde había quedado aquella época feliz, cuando su relación amorosa era alegre y él estaba lleno de agradecimiento de que con aquella confianza natural lo hubiera sacado del laberinto de la virginidad? Sometía ahora a un amargo análisis aquello que antes había agradecido, volvía a acordarse una y mil veces de aquel contacto impúdico de su mano con el cual lo había excitado tan maravillosamente cuando estuvo por primera vez en su casa; ahora lo analizaba con ojos de sospecha: no era posible, se decía, que lo hubiera tocado por primera vez en la vida de este modo precisamente a él; si se había atrevido a hacer un gesto tan impúdico inmediatamente, sólo media hora después de haberlo conocido, aquel gesto tenía que ser para ella algo totalmente normal y mecánico.
Era una situación terrible. Había aceptado que ella hubiera tenido a otro antes que a él, pero lo había aceptado sólo porque de las palabras de la chica había deducido la imagen de una relación amarga y dolorosa, en la que ella había sido sólo una víctima de la que se habían aprovechado; esta imagen despertaba en él la compasión y en esta compasión se disolvían luego, en parte, los celos. Pero si aquélla había sido una relación en la que había aprendido aquel gesto impúdico, no podía haber sido una relación totalmente fracasada. ¡Y es que en aquel gesto había mucha alegría, en aquel gesto había toda una pequeña historia de amor!
Era un tema demasiado doloroso para que se atreviera a hablar de él, porque sólo mencionar en voz alta al amante anterior le producía un profundo sufrimiento. Sin embargo, se esforzaba por averiguar de un modo indirecto el origen de aquel gesto, en el que pensaba constantemente (y que volvía a experimentar una vez y otra, porque a la pelirroja le gustaba hacerlo) hasta que finalmente se tranquilizó con la idea de que un gran amor que llega de repente, como la caída de un rayo, libera a una mujer de cualquier tipo de barreras o vergüenzas y que ella, precisamente por ser pura e inocente, se entregaba al amante con la misma rapidez con que lo habría hecho una mujer fácil; y aún más: el amor era para ella tal fuente de inspiración que su comportamiento espontáneo podía parecerse al modo de actuar de una mujer experimentada. El genio del amor reemplazaba en un solo instante a toda la experiencia. Aquella idea le pareció bella y profunda; bajo su luz, su amada se convertía en santa y mártir del amor.
Y luego, un día, le dijo un compañero de clase: Oye, ¿quién era esa pobrecilla que iba contigo el otro día?
Negó a la chica, como Pedro a Cristo; se excusó diciendo que era un conocimiento casual e hizo un gesto de desprecio. Pero igual que Pedro a Cristo, él siguió siendo, en el fondo de su alma, fiel a su chica. Limitó un tanto las salidas en público y prefería que nadie los viera juntos, pero al mismo tiempo no estaba de acuerdo, en su fuero interno, con su compañero de facultad y se enemistó con él. Y se enterneció al pensar que su chica llevara unos vestidos pobres y feos y vio en esto no sólo el encanto de la muchacha (el encanto de la sencillez y la pobreza), sino, ante todo, el encanto de su propio amor: se dijo a sí mismo que no era difícil enamorarse de alguien cuyo aspecto impresionaba, de alguien perfecto, bien vestido: un amor así es sólo un reflejo insignificante producido automáticamente por la casualidad de la belleza; pero un gran amor desea crear al ser amado precisamente a partir de un ser imperfecto, que además es tanto más humano cuanto más imperfecto.
Un día, cuando le declaraba su amor una vez más (probablemente, después de alguna dolorosa discusión), ella le dijo: De todos modos, no sé qué es lo que ves en mí. Hay tantas chicas más guapas.
Él se indignó y le dijo que la belleza no tenía nada que ver con el amor. Afirmó que lo que a él le gustaba de ella era precisamente lo que para todos los demás era feo; en una especie de éxtasis, comenzó incluso a nombrarlo; le dijo que sus pechos eran pequeños, con unos pezones grandes que despertaban más compasión que entusiasmo; le dijo que su cara estaba cubierta de pecas, que el pelo era rojizo y su cuerpo flaco, pero que, precisamente por eso, la quería.
La pelirroja empezó a llorar, porque había entendido perfectamente los datos (los pobrecitos pechos, el pelo rojizo) y no había entendido la idea.
En cambio, Jaromil estaba entusiasmado con su idea; el llanto de la chica que sufría por su fealdad, lo reconfortaba en su soledad y lo inspiraba; le dijo que iba a dedicar toda su vida a enseñarle a no llorar y a convencerla de su amor. Enormemente sensibilizado, veía ahora a su anterior amante sólo como una de esas fealdades de ella que él amaba. Aquélla era realmente una admirable proeza de la voluntad y el pensamiento. Jaromil lo sabía y comenzó a escribir un poema; habladme de aquella en quien siempre pienso (este verso se repetía como refrán del poema), habladme de cómo envejece (otra vez quería poseerla con toda su eternidad humana), habladme de cuando era pequeña (y quería tener no sólo el futuro, sino también el pasado), dadme a beber el agua que ella ha llorado (y sobre todo la tristeza de ella, que lo libraba de su propia tristeza), habladme de los amores que se llevaron su juventud, todo lo que han tocado de ella, todo lo suyo de que se burlaron, todo lo he de querer; (y más adelante) nada hay en su cuerpo, ni hay en su alma, ni en la putrefacción de los viejos amores, que no quiera yo beberme…
Jaromil estaba entusiasmado con lo que había escrito porque le parecía que, para reemplazar al gran refugio azul de la armonía, el espacio artificial en que quedaban resueltas todas las contradicciones, en el que se sentaban a la misma mesa de la paz la madre con el hijo y la nuera, había encontrado otra residencia de lo absoluto, de un absoluto más cruel y verdadero. Porque si no existe el absoluto de la pureza y la paz, está aquí el absoluto del sentimiento inmenso en el cual todo lo sucio y extraño se disuelve como en una sustancia química.
Estaba entusiasmado con este poema, a pesar de que sabía que ningún periódico lo publicaría, porque no tenía nada en común con la feliz época del socialismo; pero lo había escrito para él mismo y para la pelirroja. Cuando se lo leyó, ella se emocionó hasta las lágrimas, pero también se asustó al ver que se hablaba de sus fealdades, de que alguien la había manoseado, de que iba a envejecer.
Pero las dudas de la chica no le importaban a Jaromil. Por el contrario, deseaba verlas y saborearlas, deseaba permanecer junto a ellas durante mucho tiempo y refutarlas. Lo malo es que la chica no tenía intención de seguir con el tema del poema durante mucho tiempo y en seguida se puso a hablar de otra cosa.
Pero si estaba dispuesto a perdonarle sus pechos pequeños (en realidad nunca se había enfadado con ella por esa causa) y las manos extrañas que la habían tocado, había una cosa que no era capaz de perdonarle: su charlatanería. Acababa precisamente de leerle algo que lo retrataba por completo, con su pasión, su sentimiento, su sangre y ella, dos segundos más tarde, ya está hablando alegremente de otro asunto.
Así era, estaba dispuesto a que todos los defectos de ella, desaparecieran en el disolvente de su amor, capaz de perdonarlo todo, pero con una sola condición: que ella misma se sumergiera sumisamente en este disolvente, que no estuviera nunca en otro sitio que no fuera este baño de amor, que no dejara escapar de ese baño ni uno solo de sus pensamientos, que estuviera completamente sumergida bajo la superficie de sus ideas y sus palabras, que estuviese del todo inmersa en el mundo de él y que no viviera en ningún otro mundo, ni siquiera con un trocito de su cuerpo o su mente.
Y en lugar de eso ella se había puesto a charlar y no sólo charla sino que charla de su familia y su familia era lo que a Jaromil menos le gustaba de ella, porque no sabía bien cómo protestar contra ella (era una familia bastante inocente, y además una familia proletaria, es decir una familia de las multitudes) pero quería protestar contra ella, porque cuando pensaba en ella la pelirroja se salía de la bañera que había preparado para ella y que había llenado con el disolvente del amor.
Nuevamente se veía obligado a escuchar la historia sobre su padre (un obrero viejo y agotado de un pueblo de provincias), sobre sus hermanos (más que una familia, aquello parecía una jaula de conejos, opinaba Jaromil: ¡dos hermanas y cuatro hermanos!) y sobre todo sobre uno de los hermanos (se llamaba Juan y debía de ser un buen pájaro, antes de la revolución había sido chófer de un ministro anticomunista); no, aquello no era fundamentalmente una familia, era sobre todo un ambiente que le era extraño y antipático y era como si la pelirroja llevara aún pegado a su piel el olor de aquel ambiente y aquel olor hiciera que se alejase de él y que no fuera aún completa y totalmente suya; y aquel hermano Juan, tampoco era únicamente un hermano, sino, sobre todo, un hombre que la había visto de cerca durante dieciocho años, un hombre que conocía muchas de sus pequeñas intimidades, un hombre con el cual había utilizado el mismo retrete (¡cuántas veces se habría olvidado de echar el pestillo!), un hombre que había registrado la etapa en que se hizo mujer, un hombre que con seguridad la había visto muchas veces desnuda…
Tienes que ser mía, para morir acaso en la tortura, si yo quisiera, escribía el enfermo y celoso Keats a su Fanny, y Jaromil, que ya está otra vez en su casa, en su habitación infantil, escribe versos para calmarse. Piensa en la muerte, en aquel gran regazo en el cual todo se acalla; piensa en la muerte de los hombres hechos de una pieza, de los grandes revolucionarios, y se le ocurre la idea de escribir la letra de una marcha fúnebre para que se cante en los entierros de los comunistas.
La muerte era también, en aquella época de la alegría obligatoria, uno de los temas casi prohibidos, pero a Jaromil se le ocurrió que él (había escrito ya antes hermosos versos sobre la muerte, era en cierta medida un especialista en la belleza de la muerte) era capaz de descubrir aquel ángulo especial desde el que la muerte perdiera su acostumbrada morbosidad; sintió que él era capaz de escribir versos socialistas acerca de la muerte;
piensa en la muerte de un gran revolucionario: como un sol que se pone tras la montaña, muere un luchador…
Y escribe un poema que titula Epitafio: Ay, si he de morir, que sea mi amor contigo, y en llamas convertido, sólo ardor, resplandor…