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De las muchas visitas de Jaromil al sótano de la pelirroja nos gustaría recordar aquella en que la pelirroja llevaba un vestido con unos grandes botones blancos, desde el cuello hasta abajo. Jaromil empezó a desabrocharlos y la chica se echó a reír porque los botones eran sólo un adorno.

—Espera, me desvisto yo misma —dijo y levantó la mano para coger la cremallera que llevaba a la espalda.

Jaromil sintió que se había visto sorprendido en su inexperiencia y ahora, cuando había descubierto el sistema, pretendió corregir rápidamente su fracaso.

—¡No, no, yo me desvisto sola, déjame! —retrocedía ante él y reía.

No podía seguir insistiendo, para no hacer el ridículo; pero al mismo tiempo no estaba conforme con que la chica se desnudase por su cuenta. Pensaba que el desnudarse para hacer el amor era algo diferente del desnudarse cotidiano, precisamente porque era el amante quien desvestía a la mujer.

No pensaba así como producto de su experiencia, sino de la literatura y de frases sugestivas como: sabía desnudar a una mujer o le desabrochó la blusa con un movimiento de experto. Era incapaz de imaginarse el amor carnal sin la obertura de gestos confusos e impacientes para desabrochar los botones, abrir las cremalleras y quitar los suéteres.

—No estamos en la consulta del médico para que te desnudes tú sola —protestó. La chica ya se había despojado del vestido y se había quedado en bragas y sostén.

—¿En el médico? ¿Por qué?

—Me parece como si estuviéramos en un consultorio.

—Ah, sí —rió la chica—, de veras es como si estuviéramos en el médico.

Se quitó el sostén y se puso frente a Jaromil, enseñándole sus pechos pequeños:

—Me duele, doctor, aquí junto al corazón.

Jaromil la miraba sin comprender y ella le dijo disculpándose:

—Perdone, seguramente está usted acostumbrado a atender a los pacientes en la cama —y se acostó en el sofá y siguió—. Por favor, fíjese qué es lo que tengo aquí en el corazón.

Jaromil no tenía más remedio que aceptar el juego; se agachó hacia el pecho de la chica y apoyó la oreja junto al corazón; tocaba con el lóbulo la blanda almohada del pecho y oía allá en lo más profundo un tictac regular. Se le ocurrió que tal vez era así como tocaba el médico los pechos de la pelirroja cuando la atendía detrás de las puertas misteriosas y cerradas de la consulta. Levantó la cabeza, miró a la chica desnuda y lo traspasó una sensación abrasadora de dolor, porque la veía tal como la habría visto una persona extraña —el médico—. Inmediatamente puso sus dos manos sobre los pechos de la chica (las puso como Jaromil y no como médico) para espantar aquel juego que le torturaba.

—Pero, doctor, ¿qué está haciendo? ¡Eso no se hace! ¡Eso no es una revisión médica! —se defendía la pelirroja y a Jaromil lo invadió la cólera: veía la cara que ponía su chica cuando la tocaban unas manos extrañas; veía su protesta frívola y le daban ganas de pegarle; pero en ese momento se dio cuenta de que estaba excitado, le arrancó las bragas y la penetró.

El placer fue tan intenso que en él se fundieron rápidamente el enfado y los celos de Jaromil, sobre todo cuando oyó los jadeos de la joven (ese maravilloso homenaje) y aquellas palabras que iban ya a formar siempre parte de sus momentos íntimos: «¡Ksavi, Ksavito, Ksavuchi!».

Luego se quedó tranquilo acostado junto a ella, le besó cariñosamente el hombro y se sintió a gusto. Pero aquel tonto era incapaz de conformarse con un bello instante; un momento bello tenía sentido para él sólo si era el enviada de una bella eternidad; un bello momento desprendido de la eternidad y con alguna mancha era para él una simple mentira. Por eso quiso asegurarse de que la eternidad era inmaculada y preguntó, más bien como súplica que como un ataque:

—¿Verdad que sólo ha sido una broma tonta eso de la revisión médica?

—Por supuesto —dijo la chica; ¿qué otra respuesta, podía dar a una pregunta tan tonta? Pero aquel «por supuesto» no satisfizo a Jaromil e insistió:

—No podría soportar que te tocaran unas manos que no fueran las mías.

No podría soportarlo, mientras acariciaba sus pobres pechos, como si en su intangibilidad estuviera escondida toda su dicha.

La chica (inocentemente) rió:

—¿Pero qué puedo hacer cuando estoy enferma?

Jaromil sabía que era imposible evitar todo tipo de inspección médica y que su postura era indefendible; pero sabía, con la misma certeza, que si otras manos tocaran los pechos de la pelirroja todo su mundo se derrumbaría. Por eso repitió:

—Pero yo no lo soportaría, ¿entiendes? No lo soportaría.

—¿Y entonces qué tengo que hacer si estoy enferma?

Dijo en voz baja con tono de reproche:

—Puedes encontrar una médico.

—Claro, como que puedo elegir. Tú ya sabes cómo funciona —ahora hablaba realmente enfadada—, cada uno tiene el médico que le corresponde. Como si no supieses lo que es la sanidad socialista. No puedes elegir nada y tienes que obedecer lo que te dicen. Por ejemplo, eso de las revisiones ginecológicas…

A Jaromil le dio un vuelco el corazón, pero dijo como si nada:

—¿Es que tienes algún problema?

—No, es preventivo. Por lo del cáncer. Es obligatorio.

—Cállate, no quiero saber nada —dijo Jaromil y le tapó la boca con la mano; le puso la mano con tanta fuerza que casi se asustó de que la pelirroja pudiera creer que había sido un golpe y se enfadase; pero los ojos de la chica lo miraban con humildad, de manera que Jaromil no se vio obligado a disminuir la inintencionada brutalidad de su gesto; por el contrario, le cogió el gusto y dijo:

—Te comunico que si te toca algún otro yo ya no podré tocarte nunca más.

Seguía manteniendo su mano en la boca con tuerza; era la primera vez que había tocado con brusquedad a una mujer y le produjo una sensación de placer; luego le puso sus manos sobre el cuello, como si la fuera a estrangular; sentía bajo los pulgares la fragilidad de su garganta y se le ocurrió que bastaría con cerrar los dedos para ahogarla.

—Te estrangularía si alguien te tocara —dijo, manteniendo las manos en el cuello de la chica; le satisfacía la idea de que aquel contacto contuviera la posibilidad de aniquilarla; le pareció que, al menos en aquel momento, la pelirroja le pertenecía de verdad y lo embriagó una sensación feliz de poder, una sensación tan hermosa que volvió a hacerle el amor.

Mientras le hacía el amor la apretó varias veces con brusquedad, le puso las manos en el cuello (se le ocurrió que sería bonito estrangular a la amante mientras le hacía el amor) y la mordió varias veces.

Después se quedaron acostados uno junto al otro, pero el acto había durado quizá demasiado poco como para poder absorber toda su amarga rabia; la pelirroja estaba a su lado, pero no estrangulada, sino viva, con aquel cuerpo desnudo que iba a las revisiones ginecológicas.

—No seas malo conmigo —le acarició la mano.

—Ya te he dicho que me da asco un cuerpo al que tocan otras manos.

La chica comprendió que el muchacho no bromeaba y le dijo con énfasis:

—¡Por Dios, si ha sido una broma!

—Nada de broma, es verdad.

—No es verdad.

—¿Cómo que no? Es verdad y yo sé perfectamente que no hay nada que hacer. Las revisiones ginecológicas son obligatorias y no hay más remedio que ir. Yo no te lo reprocho. Pero un cuerpo que se deja tocar por otras manos me da asco. No lo puedo evitar.

—¡Te juro que nada de eso es verdad! Nunca he estado enferma, sólo cuando era pequeña. No voy nunca al médico. Me mandaron la citación para la revisión ginecológica, pero la tiré. No he ido nunca al ginecólogo.

—No te creo.

Tuvo que convencerlo.

—Y ¿qué pasa si te vuelven a llamar?

—No tengas miedo, con el desorden que tienen…

Finalmente le creyó, pero su amargura no quedó calmada por las explicaciones; no se trataba, a fin de cuentas, únicamente de las revisiones médicas; el problema era que se le escapaba, que no era suya por entero.

—Te quiero tanto —le dijo ella, pero él no confiaba en un instante; quería la eternidad, quería al menos la pequeña eternidad de la vida de ella y sabía que no la poseía: se volvió a acordar de que cuando la conoció no era virgen.

—Es insoportable pensar que alguien te va a tocar y que alguien te ha tocado ya —dijo.

—No me va a tocar nadie.

—Pero alguien te ha tocado. Y a mí eso me da asco.

Lo abrazó. La empujó.

—¿Cuántos fueron?

—Uno.

—¡No mientas!

—¡Te lo juro que fue uno solo!

—¿Lo querías?

Negó con la cabeza.

—¿Y cómo te has podido meter en la cama con alguien a quien no amabas?

—No me hagas sufrir —dijo ella.

—¡Contesta! ¿Cómo has podido hacerlo?

—No me hagas sufrir. No lo quería y fue algo horrible.

—¿Qué es lo que fue horrible?

—No me hagas preguntas.

—¿Por qué no tengo que hacerte preguntas?

Se echó a llorar y llorando le contestó que había sido un hombre mayor de su pueblo, que era asqueroso y que la tenía en su poder («¡No me preguntes, no me preguntes nada!»), que no podía ni acordarse de él (¡si es que me quieres, nunca me lo recuerdes!).

Lloró tanto que por fin el enfado de Jaromil fue desapareciendo; las lágrimas son el mejor producto limpiador contra las manchas.

Finalmente él la acarició:

—No llores.

—Tú eres mi Ksavito —le dijo—. Tú has entrado por la ventana y lo has encerrado en el armario y él se convertirá en un esqueleto y tú me llevarás lejos, muy lejos.

Se abrazaron y se besaron. Ella le afirmó que no soportaba ninguna mano sobre su cuerpo y él le aseguró que la quería. Volvieron a hacer el amor otra vez y lo hicieron con ternura, con los cuerpos llenos de alma hasta el borde.

—Tú eres mi Ksavito —le dijo luego, mientras lo acariciaba.

—Sí, y te llevaré lejos, estarás a salvo —le dijo y sabía dónde la llevaría; tenía para ella un refugio bajo la bandera azul de la paz, un refugio sobre el cual los pájaros volaban en dirección al futuro y los perfumes navegaban hacia los huelguistas de Marsella; tenía para ella una casa que guardaba el ángel de su infancia.

—¿Sabes qué?; te quiero presentar a mi mamá —le dijo, y tenía los ojos llenos de lágrimas.