Todo parece indicar que aquel ansia inmensa de Jaromil por lo nuevo (aquella religión de lo Nuevo) no era más que el deseo de un joven virgen, deseo que se proyectaba hacia lo indeterminado, ante la inverosimilitud del coito aún desconocido; cuando descansó por primera vez en la orilla del cuerpo de la pelirroja, se le ocurrió la extraña idea de que ya comprendía lo que era ser absolutamente moderno, ser absolutamente moderno significaba yacer a la orilla del cuerpo de la pelirroja.
Era tan feliz y estaba tan entusiasmado en aquel momento que tenía ganas de recitarle versos a la chica; se acordó de todos los que sabía de memoria (propios y ajenos) pero se dio cuenta (un tanto perplejo) de que ninguno de ellos le gustaría a la pelirroja y se le ocurrió que los únicos versos absolutamente modernos serían aquéllos que fuera capaz de aceptar y comprender la pelirroja, una más de la multitud.
Aquello fue como un chispazo repentino; ¿por qué había querido realmente pisarle el cuello a su propia canción? ¿Por qué había pretendido abandonar a la poesía para entregarse a la revolución? Ahora que había fondeado a orillas de la vida verdadera (la palabra verdadera significaba la densidad producida por la mezcla de las multitudes, el amor corporal y las consignas revolucionarias) le bastaba con entregarse por completo a esta vida y convertirse en su violín.
Sintió que estaba lleno de versos e intentó escribir un poema que le gustara a la chica pelirroja. No era tan sencillo; hasta entonces sólo había escrito versos sin rima y chocaba con los inconvenientes técnicos del verso regular, porque no cabía duda de que la pelirroja consideraba que poema era únicamente lo que rimaba. Por lo demás, la Revolución triunfante era de la misma opinión; recordemos que en aquella época no era posible publicar los versos sin rima; toda la poesía moderna había sido estigmatizada como obra de la burguesía podrida y el verso libre era el signo más claro de la putrefacción poética. ¿Hemos de ver, en el amor de la revolución triunfante por la rima, sólo una predilección casual? Difícilmente. En la rima y en el ritmo hay un poder mágico: el mundo informe apresado en un poema que responde a reglas fijas se vuelve repentinamente diáfano, regular, claro y bello. Si la muerte sobreviene precisamente cuando al final del verso anterior le ha tocado en suerte, hasta ella misma se convierte en parte armónica del orden establecido. Aunque el poema protestara contra la muerte, la muerte quedaría involuntariamente justificada, al menos como motivo de una bella protesta. Los huesos, las rosas, los féretros, las heridas, todo se convierte en el poema en un ballet y el poeta y su lector son los bailarines de ese ballet. Claro que los que bailan tienen que estar de acuerdo con el baile. A través del poema, realiza el hombre su concordancia con el ser, y la rima y el ritmo son los medios más brutales de obtener esa concordancia. Y, ¿no necesita la revolución triunfante la certificación brutal del nuevo orden y, por lo tanto, una lírica llena de rimas?
«¡Delirad conmigo!», exhorta Vitezslav Nezval a su lector, y Baudelaire escribe: «Es necesario estar constantemente ebrio… de vino, de poesía o de virtud, como prefiráis…». El lirismo es una borrachera y el hombre se emborracha para fundirse más fácilmente con el mundo. La revolución no desea ser estudiada y observada, desea que la gente se funda con ella; en ese sentido, es lírica y necesita de los líricos.
Claro está que la revolución requiere un tipo de poesía lírica distinta de la que escribía Jaromil hace tiempo; entonces él atendía, embriagado, a las aventuras silenciosas y a las bellas extravagancias de su propio mundo interior; ahora, en cambio, ha vaciado su alma como si fuera un hangar para que puedan entrar las ruidosas orquestas del mundo; ha cambiado la belleza de la extravagancia, que sólo él entendía, por la belleza de lo general, que cualquiera puede comprender.
Deseaba ansiosamente rehabilitar las antiguas bellezas que el arte (con su soberbia desnaturalizada) había dejado de lado: la puesta del sol, la rosa, el rocío sobre la hierba, las estrellas, los atardeceres, el canto lejano, la mamá y la nostalgia del hogar; ¡ay, era, de verdad, un mundo hermoso, cercano y comprensible! Jaromil volvía a él asombrado y enternecido, como cuando el hijo pródigo retorna al hogar que hacía años había abandonado.
¡Ay, ser sencillo, completamente sencillo, sencillo como una canción popular, como un juego de niños, como un arroyo, como una chica pelirroja!
Estar junto a la fuente de las bellezas eternas, enamorarse de palabras como lejanía, plata, arco iris, amor, y hasta de la palabra ¡Ay!, esa pequeña palabra tantas veces ridiculizada.
Había también una serie de verbos que fascinaban a Jaromil: en especial, aquellos que representaban un movimiento simple hacia adelante: correr, ir, pero más aún navegar y volar. En un poema que escribió para el aniversario del nacimiento de Lenin, echó al agua una ramita de manzano (el gesto le parecía maravilloso por su relación con las antiguas costumbres populares de echar al agua coronas de flores) para que llegara hasta la tierra de Lenin; es cierto que no hay ningún río que vaya de Bohemia hasta Rusia, pero el poema es un territorio mágico donde los ríos cambian su curso. En otro poema escribió que el mundo será un día libre como el perfume de los abetos que traspone las montañas. En otro poema habló sobre el jazmín, tan poderoso que se transformaba en un velero invisible que navegaba por el aire; se imaginaba que subía a la cubierta del perfume y se iba lejos, lejos, hasta Marsella, donde por aquel entonces (según escribía el Rude Pravo) estaban en huelga los obreros de quienes quería ser hermano y camarada.
Por eso en sus poemas aparecía con profusión el instrumento más poético del movimiento, las alas: la noche sobre la que hablaba el poema estaba llena de silencioso agitar de alas; de alas estaba dotado el deseo, la nostalgia y hasta el odio; y por supuesto, el tiempo volaba con sus alas.
En todas estas palabras se ocultaba el deseo de un abrazo inmenso, como si en ellas resonara el famoso verso de Schiller: Seid umschlungen, Millonen, diesen Kuss der ganzen Welt! Ese abrazo incluía el espacio y el tiempo; el objetivo de la navegación no era sólo Marsella en huelga, sino también el futuro, esa mágica isla lejana.
El futuro había sido para Jaromil en otros tiempos, ante todo, un secreto; en él se ocultaba todo lo desconocido; por eso lo atraía y lo aterrorizaba; era lo contrario de la seguridad, lo contrario del hogar (por eso en sus momentos de angustia soñaba con el amor de los ancianos, felices porque ya no tienen futuro). Pero la revolución le había dado al futuro el sentido contrario: ya no era un secreto; el revolucionario lo conocía de memoria; lo sabía por los folletos, los libros, las conferencias, los discursos de agitación y propaganda; no horrorizaba, por el contrario, brindaba seguridad dentro de un presente incierto, de modo que el revolucionario se refugiaba en él como el niño se refugia en el regazo de su mamá.
Jaromil escribió un poema sobre un funcionario comunista que se había dormido en el sillón del local, ya muy entrada la noche, cuando la meditativa reunión se había ya cubierto con el matinal rocío (la idea del luchador comunista no se podía expresar más que con la imagen del comunista reunido); el campanilleo de los tranvías bajo la ventana se le transformaba, durante el sueño, en el sonar de las campanas, de todas las campanas del mundo, que comunican que las guerras han terminado definitivamente y toda la tierra pertenece al pueblo trabajador. Comprendió que en un mágico salto se había trasladado hasta un futuro lejano; estaba en medio de los campos y se acercaba hacia él una mujer en un tractor (en todos los carteles, la mujer del futuro aparecía en un tractor) y sorprendida reconocía en él a aquel a quien nunca había visto, al hombre agotado por el trabajo de los años lejanos, al que se había sacrificado para que ella pudiera ahora feliz (y cantando) arar los surcos. Ella había descendido de la máquina para darle la bienvenida y le había dicho: «Aquí estás en tu casa, éste es tu mundo…» y había querido recompensarlo (por Dios, ¿cómo podía esa mujer joven recompensar al viejo funcionario extenuado?) y en aquel momento los tranvías de la calle habían hecho sonar sus campanillas con fuerza y el hombre que descansaba en el estrecho sillón en un rincón del local se había despertado…
Ya había escrito muchos nuevos poemas, pero aún no estaba satisfecho; sólo los conocían él y su mamá. Los envió a la redacción del Rude Pravo y compraba el Rude Pravo todas las mañanas; por fin un día descubrió, en la página tercera, en la parte superior derecha cinco estrofas de cuatro versos con su nombre impreso en letras grandes bajo el título. Ese mismo día le dio el periódico a la pelirroja y le recomendó que lo leyera con cuidado. La chiquilla lo revisó durante mucho tiempo sin poder encontrar nada que llamara su atención (estaba acostumbrada a no fijarse en los versos, de modo que tampoco se percató del nombre que figuraba bajo el título) hasta que Jaromil le tuvo que señalar el poema con el dedo.
«Yo no sabía que fueras poeta», lo miraba con admiración a los ojos.
Jaromil le contó que hacía mucho tiempo que escribía versos, y como prueba sacó del bolsillo unos cuantos poemas que tenía manuscritos.
La pelirroja los leyó y Jaromil le dijo que hacía un tiempo había dejado de escribirlos, pero que al encontrarla había vuelto a sus poemas. Había hallado a la pelirroja como si hallara la poesía.
—¿De veras? —le preguntó la chica y cuando Jaromil le respondió que sí, lo abrazó y lo besó.
—Lo curioso del caso es que no sólo eres la reina de los versos que escribo ahora, sino también la de los que escribí cuando no te conocía. Cuando te vi por primera vez me pareció que mis viejos poemas habían revivido y se habían convertido en mujer.
Miraba con placer su cara llena de curiosidad, que parecía no entender nada de lo que le estaba diciendo, y comenzó a contarle que hacía años había escrito un largo relato poético, una especie de cuento fantástico sobre un chico que se llamaba Xavier. ¿Lo había escrito? En realidad no lo había escrito, más bien había imaginado sus aventuras y había querido escribirlas un día.
Xavier vivía de un modo totalmente distinto al de los demás; su vida era un sueño; en ese sueño se dormía y tenía otro sueño y en ese sueño se volvía a dormir y volvía a tener otro sueño y de ese sueño se despertaba y se encontraba, por ejemplo, en el sueño anterior; y así pasaba de un sueño a otro sueño y alternaba en realidad varias vidas; vivía en varias vidas y pasaba de una a otra. ¿No era maravilloso vivir como Xavier? ¿No estar aprisionado en una vida sola? ¿Ser mortal y tener, sin embargo, muchas vidas?
—Sí que sería bonito… —dijo la pelirroja.
Y Jaromil le siguió contando que cuando la vio un día en la tienda se había quedado extasiado, porque se había imaginado al gran amor de Xavier precisamente así: delgada, pelirroja, con algunas pecas en la cara…
—Yo soy fea —dijo la pelirroja.
—No. Adoro tus pecas y tu pelo rojizo. ¡Los adoro porque tú eres mi hogar, mi patria, mi antiguo sueño!
La pelirroja lo besó y Jaromil continuó:
—Imagínate, la historia empezaba así: a Xavier le gustaba vagabundear por las calles llenas de humo del suburbio; pasaba siempre junto a una ventana de un sótano, se paraba a su lado y soñaba que detrás de ella tal vez viviera una mujer hermosa. Un día la ventana se iluminó y él vio a una chica tierna, delgada, pelirroja. No soportó la tentación, abrió de par en par la ventana y saltó al interior de la habitación.
—¡Pero tú saliste corriendo de la ventana! —rió la pelirroja.
—Sí, salí corriendo —dijo Jaromil— porque me asusté al ver que mi sueño volvía; ¿sabes lo que es encontrarte con una situación que ya te ha ocurrido en sueños? ¡Hay algo horrible en eso y te dan ganas de salir corriendo!
—Sí —asintió la pelirroja, feliz.
—Entonces saltó al interior en pos de ella, pero luego llegó el marido y Xavier lo encerró en un pesado armario de roble. El marido sigue ahí encerrado, convertido en un esqueleto. Y Xavier se llevó a aquella mujer muy lejos, como yo voy a llevarte a ti.
—Tú eres mi Xavier —le dijo la pelirroja al oído, con voz agradecida, y comenzó a transformar aquel nombre, convirtiéndolo en Ksaviercito, Ksavito, Ksavín; y lo llamó con aquellos nombres durante mucho tiempo y durante mucho tiempo lo besó.