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Mientras Jaromil corría, el mundo iba cambiando; al cuñado que creía que Voltaire había sido el inventor de los voltios lo acusaron de fraudes inexistentes (como hicieron en aquella época con cientos de comerciantes), le requisaron las dos tiendas (desde entonces pasaron a poder del Estado) y lo encerraron en la cárcel por un par de años; a su hijo y a su mujer los obligaron a trasladarse fuera de Praga como enemigos de clase. Salieron de la casa sin decir palabra, dispuestos a no perdonarle nunca a la madre que su hijo se hubiera sumado a los enemigos de la familia.

El ayuntamiento adjudicó las habitaciones vacías de la planta baja a unos nuevos inquilinos. Venían de un piso miserable en un sótano y consideraban que era una injusticia que a alguien le perteneciera una casa tan grande y agradable; tenían la idea de que no habían venido a la casa a vivir, sino a reparar las viejas injusticias de la historia. Ocuparon el jardín sin preguntar nada a nadie y le exigieron a la mamá que hiciera reparar de inmediato el revoque de las paredes exteriores, que se caía y podía lastimar a sus hijos mientras jugaban en el jardín.

La abuela envejecía, perdía la memoria, hasta que un día (casi sin que se notara) se convirtió en humo en el crematorio.

No es de extrañar que a la mamá le resultara más difícil soportar el distanciamiento que se iba produciendo entre ella y su hijo; estudiaba en una facultad que le era antipática y había dejado de darle sus versos, que se había acostumbrado a leer con regularidad. Cuando fue a abrir su cajón, lo encontró cerrado; aquello fue como una bofetada: ¡Jaromil sospechaba que lo espiaba! Cuando logró por fin abrirlo, mediante una llave cuya existencia Jaromil desconocía, no encontró ninguna anotación nueva ni ningún poema. Luego vio en la pared de la habitación la fotografía de su marido vestido de uniforme y se acordó de cuando le había pedido a la estatua de Apolo que borrase del fruto de sus entrañas los rasgos del marido; ¿es que tendrá que seguir disputándole el hijo a su marido muerto?

Aproximadamente una semana más tarde de que dejáramos en el capítulo anterior a Jaromil en la cama de la pelirroja, la madre volvió a abrir el cajón de su mesa. En el diario encontró unas cuantas notas lacónicas que no entendió, pero en cambio descubrió algo mucho más importante: nuevos versos de su hijo. Le pareció que la lira de Apolo volvía a derrotar al uniforme del marido y se regocijó en silencio.

Al leer los versos la impresión favorable aumentó, porque los poemas (¡por primera vez!) sinceramente le gustaron; eran rimados (la madre siempre había pensado que un poema sin rima no era un poema), eran totalmente comprensibles y estaban llenos de palabras hermosas; nada de ancianos, nada de disolución de los cuerpos en el fango, nada de vientres fláccidos y legañas en los ojos; había nombres de flores, estaba el cielo y las nubes y aparecía repetida (¡y por primera vez en sus poemas!) la palabra mamá.

Cuando Jaromil regresó a casa, al oír pasos en la escalera, todos aquellos años de sufrimientos le subieron a los ojos y no fue capaz de contener el llanto.

—¿Qué te pasa, mamá, por Dios, qué te pasa? —le preguntó; y la mamá escuchaba atentamente cómo sonaba en su voz una ternura que hacía ya tiempo que no oía.

—Nada, Jaromil, nada —respondió con un llanto que crecía alentado por el interés que el hijo manifestaba. Nuevamente fluían de ella muchos tipos de lágrimas: lágrimas de lástima por sentirse abandonada; lágrimas de reproche porque el hijo no se ocupaba de ella; lágrimas de esperanza de que tal vez, por fin (después de las frases melódicas de los nuevos poemas) volvería junto a ella; lágrimas de disgusto al verlo así, frente a ella, torpe, incapaz ni siquiera de hacerle una caricia en el pelo; lágrimas engañosas que pretendían sólo emocionarlo y retenerlo junto a ella.

Tras un minuto de timidez, le cogió la mano; aquello era maravilloso; la mamá dejó de llorar y sus palabras fluyeron con la misma abundancia con que un rato atrás habían fluido las lágrimas; habló de todo lo que la mortificaba: de su viudez, de su abandono, de los inquilinos que intentaban arrojarla de su propia casa, de la hermana que se había enemistado con ella (¡por tu culpa, Jaromil!) y luego de lo más importante: de que cuando el destino la dejaba de lado, la abandonaba también la única persona que le quedaba en el mundo.

—¡Eso no es verdad, yo no te abandono!

No podía estar de acuerdo con una afirmación tan ligera y comenzó a reírse amargamente; ¿cómo que no la abandonaba?: volvía tarde a casa, había días en que casi no hablaban una palabra y las pocas veces que hablaban ella sabía muy bien que él no la escuchaba y que estaba pensando en otra cosa. Sí, se estaba alejando de ella.

—Pero, mamá, yo no me alejo.

Ella volvió a sonreír amargamente. ¿Que no se aleja? ¿Hace falta que se lo demuestre? ¿Es necesario que le diga qué es lo que la ha herido? La mamá siempre había respetado su intimidad; cuando él era aún un niño pequeño había discutido con todos para que él tuviera su propia habitación; y ahora, ¡qué ofensa! Jaromil no era capaz de imaginarse cómo se había sentido cuando comprobó (por pura casualidad, mientras limpiaba el polvo en su habitación) que cerraba con llave los cajones de su mesa de escribir. ¿Para qué los cerraba? ¿Es que realmente pensaba que ella iba a meter la nariz en sus cosas como una sirvienta curiosa?

—Pero, mamá, si yo ese cajón no lo uso para nada. ¡Si está cerrado será por casualidad!

La madre sabía que el hijo mentía, pero a eso no le daba importancia; más importante que las palabras era la humildad de la voz, que significaba que él quería hacer las paces.

—Quiero creerte, Jaromil —le dijo, y apretó su mano.

Luego, la mirada de él hizo que se percatara de las huellas del llanto que quedaban en su cara y se fue al cuarto de baño, en donde se asustó al mirarse al espejo; su cara llorosa le parecía fea; se reprochaba también el color gris del vestido con que había vuelto de la oficina. Se lavó rápidamente con agua fría, se puso una bata color rosa, fue a la cocina y regresó con una botella de vino. Luego comenzó a hablar de que ellos dos debían volver a hablar con toda confianza, porque ninguno de ellos tenía a nadie más en este mundo. Habló durante largo rato sobre este tema y le pareció que los ojos con los que Jaromil la miraba eran de amistad y conformidad. Por eso se atrevió a decir que no tenía dudas de que Jaromil, que ya era un estudiante universitario, tendría con seguridad sus secretos privados que ella respetaba; lo único que no querría era que la mujer con quien quizá saliera Jaromil, enturbiase la relación que había entre ellos dos.

Jaromil la escuchaba con paciencia y comprensión. Si durante el último año rehuía a su mamá, era porque su sufrimiento requería soledad y penumbra. Pero desde que había fondeado en la orilla soleada del cuerpo de la pelirroja, ansiaba la luz y la paz; no llevarse bien con su madre era para él un obstáculo. Además de las razones sentimentales, había otra de tipo práctico: la pelirroja tenía su propia habitación, mientras él, un hombre, vivía en casa de mamá y sólo podía realizar su vida independiente gracias a la independencia de la chica. Esta desigualdad era para él una pesada carga y por eso estaba contento de que la mamá estuviera ahora sentada con su bata rosa junto a una botella de vino y de que tuviera el aspecto de una mujer joven y simpática, con quien pudiera hablar amigablemente acerca de sus derechos.

Le dijo que no tenía nada que ocultar delante de ella (a la madre se le hacía un nudo en la garganta por la angustiosa espera) y comenzó a hablar de la pelirroja. Por supuesto, no le dijo que ella la conocía de verla en la tienda donde iba a hacer las compras; pero le contó que la chica tenía dieciocho años y que no era ninguna estudiante universitaria, sino una chica sencilla (esto lo dijo de un modo casi agresivo) que se ganaba la vida con sus propias manos.

La madre se sirvió una copa de vino y le pareció que todo iba mejorando. La imagen de la chica que el hijo, dando rienda suelta a su elocuencia, había trazado, hacía desaparecer su angustia: la chica era jovencita (el horrible fantasma de una mujer mayor y perversa se diluía felizmente), no era demasiado culta (no debería tener miedo de su influencia sobre el hijo) y, finalmente, Jaromil había resaltado de un modo sospechoso su sencillez y su carácter agradable, de lo cual la madre deducía que la chica no sería lo que se dice una belleza (de modo que podía presuponer que el interés del hijo no duraría demasiado).

Jaromil notó que a la madre no le había parecido mal la chica a través de la imagen que él le había trazado, y esto lo llenaba de felicidad: se imaginaba sentado a una mesa con la mamá y con la pelirroja, con el ángel de su infancia y con el ángel de su madurez; aquello le parecía tan hermoso como la paz; la paz entre el hogar y el mundo; la paz bajo las alas de dos ángeles.

Después de tanto tiempo volvieron, la madre y el hijo, a ser felices y a confiar el uno en el otro. Charlaron y charlaron, pero Jaromil no perdía de vista su pequeño objetivo práctico: su derecho a tener una habitación a la que pudiera traer a la chiquilla y estar allí todo el tiempo que quisiera, haciendo lo que le viniera en gana; había comprendido que sólo es adulto aquél que dispone de algún sitio cerrado, en donde pueda hacer lo que quiera sin que nadie lo mire ni lo controle. Eso fue lo que le dijo (con disimulo y precaución) a la mamá; estaría más a gusto en casa en la medida en que pudiera considerarse dueño de sus propios actos.

Aún bajo el velo del alcohol, la madre seguía siendo un tigre vigilante: en seguida se dio cuenta de adonde quería llegar su hijo.

—¿Cómo es eso, Jaromil, tú no te sientes dueño de tus propios actos en esta casa?

Jaromil dijo que se encontraba muy a gusto en casa, pero quería tener derecho a invitar a quien quisiera y a vivir en su casa con la misma independencia con que vivía la pelirroja en el piso que alquilaba.

La mamá comprendió que Jaromil le estaba ofreciendo una gran oportunidad; ella también tenía varios admiradores a quienes se veía obligada a rechazar porque temía la desaprobación de Jaromil. ¿No podría, con un poco de habilidad, lograr —a cambio de la libertad de Jaromil— un poco de libertad para sí misma?

Pero cuando se imaginó a Jaromil en su habitación infantil con una mujer extraña, su reacción fue de un rechazo insuperable.

—Tienes que darte cuenta de que existe una diferencia entre una madre y el dueño de un piso —dijo ofendida; y se dio cuenta inmediatamente de que de ese modo se estaba cerrando voluntariamente a sí misma la posibilidad de volver a vivir como mujer. Comprendió que el asco que le producía la vida corporal del hijo era mayor que el deseo de su propio cuerpo de tener una vida propia y aquella comprensión la horrorizó.

Jaromil, que iba tras su objetivo, no se percató del estado de ánimo de la madre y continuó luchando en una batalla perdida, utilizando en vano todo tipo de argumentos. Pasó un rato, hasta que se dio cuenta de que a su madre le corrían las lágrimas por la cara. Temió haberle hecho daño al ángel de su infancia y se calló. En el espejo de las lágrimas maternas veía ahora su reivindicación de independencia como un atrevimiento, como una insolencia, como una obscenidad desvergonzada.

Y la mamá estaba desesperada: veía cómo volvía a abrirse el abismo entre ella y el hijo. No lograba nada; por el contrario, ¡volvía a perderlo todo! Pensó en seguida qué podía hacer para no cortar del todo aquel lazo precioso de comprensión con su hijo; lo cogió de la mano y le dijo llorando:

—Ay, Jaromil, no te enfades; me duele lo que has cambiado; has cambiado enormemente en los últimos tiempos,

—¿Cómo que he cambiado? Yo no he cambiado nada, mamá.

—Has cambiado. Y te digo qué es lo que más me duele de ese cambio. Ya no escribes versos. Escribías unos versos tan preciosos y ya no escribes y eso me duele.

Jaromil quería decir algo, pero la mamá no lo dejó hablar:

—Créele a tu mamá: yo entiendo un poco de esto; tú tienes un talento enorme; ésa es tu misión; no deberías traicionarla, eres un poeta, Jaromil, eres un poeta y a mí me duele que lo olvides.

Jaromil escuchaba las palabras de la mamá casi con entusiasmo. Es verdad, ¡el ángel de su infancia era la persona que mejor lo entendía! ¡Lo que había sufrido él mismo por no escribir versos!

—¡Mamá, yo ya he vuelto a escribir versos, los escribo! ¡Te los voy a enseñar!

—No los escribes, Jaromil —dijo la mamá, haciendo un gesto triste de negación con la cabeza—, no intentes engañarme, yo sé que no los escribes.

—Los escribo, los escribo —dijo Jaromil, salió corriendo hacia su habitación, abrió el cajón y trajo los poemas.

Y la mamá volvió a leer los mismos poemas que había leído hacía unas horas en la habitación, de rodillas ante el escritorio de Jaromil.

—Ah, Jaromil, ¡qué bonitos son! ¡Has progresado mucho, mucho! ¡Eres un poeta y estoy tan feliz…!