Sentía la mano caliente de ella en su mano, cuando de repente lo vio. Venía en sentido contrario, voluminoso y bullanguero y a su lado se deslizaba una mujer joven; no iba vestida con la camisa azul como la mayoría de las chicas que bailaban sobre las vías del tranvía; era elegante como un hada de un pase de modelos.
El hombre voluminoso miraba a un lado y a otro respondiendo a cada momento al saludo de alguien; cuando estuvo a pocos pasos de Jaromil sus miradas se encontraron durante un segundo y Jaromil, en un instante de confusión (y siguiendo el ejemplo de los demás, que reconocían al hombre famoso y lo saludaban) inclinó la cabeza reverente, de modo que el hombre también lo saludó con ojos ausentes (como saludamos a alguien a quien no conocemos) y la mujer que lo acompañaba inclinó también levemente la cabeza.
¡Ah, aquella mujer era enormemente bella! ¡Y era totalmente real! Y la chica de la caja y de la bañera, que se apretaba hasta ese momento contra Jaromil, se disolvió y desapareció bajo la luz resplandeciente de aquel cuerpo real.
Se detuvo en la acera, en una soledad insultante y le echó una mirada de odio; sí, era él, el querido maestro, el destinatario del paquete con los veinte auriculares.