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La manifestación ha pasado ya por la plaza de Wenceslao, frente a las tribunas; en las esquinas se han instalado charangas improvisadas y los jóvenes con sus camisas azules bailan. Todos confraternizan sin vergüenza alguna, pese a que hasta hace un rato no se conocían, pero Percy Shelley no es feliz, el poeta Shelley está solo.

Lleva ya varias semanas en Dublín, ha repartido cientos de declaraciones, la policía lo conoce perfectamente, pero él no ha sido capaz de hacerse amigo de un solo irlandés. La vida sigue estando allí donde él no está.

¡Si al menos hubiera barricadas y sonaran disparos! A Jaromil le parece que las manifestaciones conmemorativas son sólo una imitación ilusoria de las grandes manifestaciones revolucionarias, no tienen densidad y se escapan por entre los dedos.

Y en ese momento se acuerda de la chica encerrada en la jaula de la caja y lo invade una horrible nostalgia: se imagina que rompe con un martillo el escaparate, empuja a unas cuantas viejas que están haciendo la compra, abre la jaula de la caja y, ante las miradas asombradas de la gente, se lleva a la morena liberada.

Y se sigue imaginando cómo pasean por las calles repletas de gente y cómo se aprietan el uno contra el otro llenos de amor. Y el baile que se arremolina a su alrededor de repente ya no es un baile, sino que vuelven a ser barricadas, es el año 1848 y el 1870 y el 1945 y es París, Varsovia, Budapest, Praga y Viena y están allí nuevamente las eternas multitudes que saltan por la historia, de una barricada a otra, y él salta con ellas llevando de la mano a la mujer amada…