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El público, seducido por el encanto de la personalidad del poeta, estalló en aplausos. Pero entre la multitud que no pensaba había una minoría que pensaba y que sabía que un público revolucionario no debe esperar como un humilde mendigo lo que desde el estrado quieran darle; por el contrario, si alguien es hoy un mendigo, lo son los poemas; piden que se les deje entrar al paraíso socialista; pero los jóvenes revolucionarios, guardianes de la puerta, deben ser severos; porque el futuro será nuevo o no habrá futuro; sólo podrá ser limpio o vergonzoso.

—¡Qué clase de estupideces nos quiere hacer tragar! —grita Jaromil y los demás lo siguen—. ¿Quiere cruzar el socialismo con el surrealismo? ¿Quiere cruzar un gato con un caballo, el mañana con el ayer?

El poeta oía perfectamente lo que ocurría en la sala, pero era orgulloso y no tenía intención de dar marcha atrás. Estaba acostumbrado desde su juventud a provocar al espíritu cerrado de los burgueses y no le causaba ningún problema enfrentarse él solo contra todos. Su cara enrojeció y se decidió a recitar, para cerrar el acto, un poema distinto del que había pensado en principio: era un poema lleno de imágenes salvajes y de una fantasía erótica tremenda; al terminar, le respondieron con gritos y silbidos.

Los estudiantes silbaban. Delante de ellos se hallaba un hombre ya anciano que había llegado hasta ellos porque los quería; en aquella rebelión rabiosa veía la energía de su propia juventud. Creía que el amor que les tenía le daba derecho a decirles lo que pensaba. Era la primavera del 68 y esto ocurría en París. Pero los estudiantes no eran capaces de vislumbrar la energía de su juventud en las arrugas de él y el viejo científico veía sorprendido cómo le silbaban aquellos a quienes amaba.