«Querido maestro, estamos en el mes del amor; tengo diecisiete años. La edad de las esperanzas y las quimeras, como suele decirse… Si le envío algunos de estos versos es porque amo a todos los poetas, a todos los buenos parnasianos… No frunza usted demasiado el ceño cuando lea estos versos: me daría una loca alegría si fuera tan amable, querido maestro, e hiciera que publicaran mi poema… Soy un desconocido; ¿y eso qué importa? Los poetas son hermanos. Estos versos creen, aman, esperan: eso es todo. Querido maestro, inclínese hacia mí: levánteme un poco: soy joven: déme la mano…».
Además, mentía; tenía quince años y siete meses; aquello era antes de que huyera por primera vez de Charleville para escapar de su madre. Pero aquella carta seguiría sonando en su cabeza como una letanía de vergüenza, como una prueba de debilidad y dependencia. ¡Pero ya se vengará de ese querido maestro, de ese viejo idiota, de ese viejo calvo Théodore de Banville! Un año más tarde ya se reirá cruelmente de toda su poesía y enviará a todas las lilas y jacintos lánguidos que llenan sus versos una sonora carcajada en una carta que parecerá una bofetada certificada.
Pero en aquel momento el maestro aún no sabía nada del rencor que lo acechaba y recitaba unos versos sobre una ciudad rusa destruida por los fascistas y que volvía a levantarse entre sus escombros; lo había adornado con mágicas guirnaldas surrealistas; los pechos de las muchachas soviéticas flotaban por las calles como globos de colores; una lámpara de petróleo colocada bajo el cielo iluminaba aquella ciudad blanca en cuyos techos aterrizaban helicópteros que parecían ángeles.